Opinión | AL PASO

Contraposiciones violentas

La última profecía verosímil habló del final de la historia como consecuencia del triunfo de las democracias. Treinta años después, comenzamos a ver la verdad de aquella precipitada clausura

Gente paseando por los Jardines del Buen Retiro, en Madrid.

Gente paseando por los Jardines del Buen Retiro, en Madrid. / Alba Vigaray

Cuando en el futuro los historiadores intenten identificar la atmósfera cultural de estas primeras décadas del siglo XXI, tendrán que recordar que los espíritus se vieron agitados por las más violentas contraposiciones. Perdidas en ellas, las poblaciones se dividieron entre las que vivieron sin consuelo el final de una época y aquellas que huyeron del mundo por cualquiera de los medios disponibles. Tendrán dificultades para encontrar algún espíritu representativo que se hiciera cargo de esas contraposiciones y las pensara. Será un tiempo sin seres humanos a su altura. Incluso será difícil encontrar testigos que unifiquen perspectivas.

Esto es propio de los tiempos de transición, y apenas podemos negar que estamos en una de esas épocas que se padecen a sí mismas, sin dirección. Pero lo propio de estos años es que esas tensiones tan extremas no sólo no reconocen todavía un principio ordenador, sino que se forjan mundos alternativos, paralelos, incomunicados, que mantienen entre sí una sorda lucha, indecisa todavía, de la que nadie sabe qué saldrá, salvo que será un mundo peor, unilateral. Los que se hayan formado en las expectativas sociales de los años 60 y sobrevivan lo suficiente para ser testigos de lo que viene, tendrán que sufrir la mayor decepción histórica que se recuerda.

Esas contraposiciones atraviesan lo local, lo nacional, lo continental, lo mundial. En realidad, atraviesan cada mente, cada vida singular, agitando las almas con una gama de tonos psíquicos que van desde la inquietud sin rostro, a la amargura; desde la frenética huida hacia adelante bajo todo tipo de estimulantes, al encierro en la burbuja de la vida virtual. Lo hemos visto en este verano, muy cerca de nosotros, celebrando que las cifras del turismo sean masivas, que los festivales musicales se multipliquen y que millones de seres humanos se agolpen en la limitada franja de unas playas, mientras decenas de miles eran desalojadas de sus hogares, huyendo del fuego que asolaba su tierra y sus casas.

Creemos que ese movimiento poblacional, visto en directo, es de idea y vuelta. No. Se trata de un movimiento irreversible, como el de los millones de ucranianos, de africanos, de latinos. Nunca se vio de forma tan clara y rotunda el desnudo hecho de la destrucción de un mundo ante la insolvencia generalizada del otro. Escuchemos o miremos las noticias con atención. Los que lloran porque su casa se ha quemado son mayores, campesinos, gente humilde todavía en relación con la tierra, un mundo espacial y concreto condenado, mirado con indiferencia por todos los que, de forma provisional, pero arrogante, se sienten a salvo en su burbuja urbana y en su hábitat virtual. Lo decisivo no es que ese mundo esté condenado. Lo decisivo es la arrogancia inconsciente de los que nos creemos a salvo.

En todo caso, no tenemos medios creíbles de control. La noche del miércoles al jueves, todos los que nos asomamos a la Calderona, o los que alguna vez subimos a la cima del Benicadell y contemplamos los valles que se extienden hacia Pego, nos descubrimos recuperando las actitudes infantiles, ese estado de ánimo que se parece a la oración, y que intensifica el deseo con la finalidad de influir mágicamente en el curso de las cosas. "¡Que llueva!", se oía en los pechos, como si fuéramos de repente aquellos humanos primitivos que realizaban el ritual de la lluvia, ahora secreto y mental. Cuando asomaron las primeras gotas, respiramos aliviados, como si alguien nos hubiera atendido. Si hubiéramos sido omnipotentes, la lluvia habría inundado los barrancos esa noche. Sin embargo, nos despertamos con amargura. Por los barrancos volvía a correr el fuego.

Vernos de repente dominados por esa magia secreta no es exclusiva de nosotros, los que hemos crecido con la experiencia de lo inseparable de la vida personal y del paisaje, los que hemos hecho de ciertas montañas y valles parte de nuestro yo ampliado. Es también la actitud de los que han reducido el mundo a una habitación, el paisaje a una pantalla y su yo ampliado a un videojuego, o a un tipo que cuenta su vida trivial enchufado a una cámara que reduce el mundo a lo que él dice que es. Unos y otros buscan seguridad. Pero nadie puede encontrarla porque ya nadie tiene la experiencia de buscarla en común.

La pérdida de esa experiencia es, desde luego, una poderosa invitación a buscar la seguridad en los estrechos límites de la propia prisión mental de cada uno. Ese es el estado de ánimo de base de nuestras poblaciones y, cuando eso sucede, la mentalidad que sostuvo por un tiempo nuestros sistemas democráticos ya ha desaparecido. La sospecha de que estamos ante fantasmas sin cuerpo aumenta cuando vemos a los líderes democráticos escenificar una batalla que no tiene nada que ver con la producción de experiencias compartidas de seguridad y de futuro. Mientras España arde por los cuatro costados, nuestros políticos no son capaces ni de ponerse de acuerdo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, en un juego macabro sobre el precipicio.

Nunca como en este verano de 2022, que en tiempos ingenuos habría desempolvado los manuscritos antiguos sobre profecías, catástrofes, plagas, pestes y calamidades, hemos tenido la impresión de que eso que llamamos mundo occidental está fuera de control. La última profecía verosímil habló del final de la historia como consecuencia del triunfo de las democracias. Treinta años después, comenzamos a ver la verdad de aquella precipitada clausura.