Opinión | A VUELAPLUMA

Sustancia de periodismo

Algunos han creído que esto es la Dinamarca de Borgen, que la estrategia es el fin y la política es un guion trepidante. Pero la realidad es que aquí, pie en tierra, la división desgasta, el público la vive con desconfianza

Varias personas en un parque.

Varias personas en un parque. / Unplash

La veo muchas mañanas. El banco no siempre es el mismo. A veces le acompañan sus perros. Otras, no. La veo sentada, cogida de la mano de su madre casi siempre, que mira sin mirar, con los ojos de quienes han perdido los recuerdos y los sueños. A veces dan unos pasos juntas. A veces esperan al padre, que coge enseguida la otra mano. Como si quisieran aferrar a la madre a la realidad. Ella, joven, camina con dificultad con una pierna mucho más delgada que la otra. Aún así, es el apoyo esencial para la madre, que arrastra los pies sin destino, pero sigue sonriendo.

Él pasa los noventa. Hace tiempo que aprendió a masticar la soledad. Cada mañana y cada tarde se le puede ver en el río verde, sin agua, que humaniza València. Cada mañana y cada tarde se deja caer desde la avenida del Puerto hasta el mismo lugar. Sin prisa, sin tiempo que ganar ni urgencias que atender, solo con su bastón, espera cada día al único hijo en su ida y su regreso al trabajo. Cada mañana y cada tarde. No logro imaginar la historia familiar que hay detrás. Allí están a veces los dos, sentados sobre una piedra convertida en banco.

Ella y él son anónimos. Ella y él son la mejor materia del periodismo y de la vida. Cada día lo tengo más claro. Ella y él son las vidas que merecen ser contadas. Ella y él son el mejor oxígeno de una profesión eternamente cambiante. Ella y él son la sustancia que no varía: apoyar y resistir. Como hacen ella y él cada día, con sol o lluvia, en verano y en invierno.

Luis García Montero citaba hace unos días a Albert Camus: "Yo no puedo creerme en posesión de la verdad, pero puedo comprometerme a no mentir". Es lo más cercano a la esencia del periodismo honesto. Porque no todas las historias valen. En ocasiones es mejor callar, aunque parezca lo contrario al periodismo.

Leo: "Fuenlabrada. La batalla de dos ancianos para recuperar su vivienda okupada por refugiados. ‘Viven a nuestra costa y encima tienen ayudas’". Son refugiados de la guerra de Siria. Hay casuística de todo tipo, seguro, pero poner en el punto de mira a unos parias debería ser una línea roja. La historia es verdadera, dirá alguno. ¿Por qué no contarla entonces? Soy de los que piensa que algunas informaciones alientan el odio. No se puede contar todo por un cálculo de daños colectivos y maltrato a la convivencia. Pero ya digo que no aspiro a la verdad. También me inquieta quién se puede atribuir en algún momento la potestad del cálculo de esos daños. Solo valen el autocontrol (autocensura, por qué no) y la justicia, claro, para marcar las líneas.

Las noticias en los márgenes suelen esconder más vida que las de los grandes titulares. Tienen además el aliento del hallazgo de la joya perdida. Como el que encuentra el objeto tanto tiempo buscado en una mañana de rastro. Leo que en Carcaixent detectan el robo de gasolina en coches aparcados. Los tiempos nunca acaban de irse. La escena devuelve a la España de barrios pobres, cuando el quinqui llegó a ser hasta un género cultural. Era una práctica común en aquellos tiempos de estrecheces y polvo en los pantalones: meter un tubo en el depósito, aspirar y recoger el hilo de combustible en una botella. Aquellos eran tiempos de inflación sostenida y carestía perdurable. Y parecían ya tan lejanos.

El mismo día, otro titular aséptico, de los de color salmón, dice que hay en este momento un 21 % más de ricos que en 2008. Después de no sé cuántas crisis, la conclusión es que el mundo es más desigual, desequilibrado y, por tanto, más injusto y rabioso. Algunos dicen que más peligroso. No tengo esa percepción desde este rincón de privilegios, pero sería lo lógico. La globalización del capitalismo y la pseudodemocracia era también esto. O era sobre todo esto.

Y quienes deben estar para poner frenos y cambiar paradigmas se obnubilan en batallas de palacio. Algunos han creído que esto es la Dinamarca de Borgen, que la estrategia es el fin y la política es un guion trepidante. Pero la realidad es que aquí, pie en tierra, la división desgasta, el público la vive con desconfianza. Su comprensión es que dos (o tres) que se pelean constantemente no son buenos gestores de lo de todos, aunque sea lícito que puedan tener opiniones distintas. Los debates nunca se cierran. La tasa del turismo, la memoria histórica (o democrática), la ampliación del puerto de València, las leyes trans... Me pregunto qué sabrán ella y él de todo esto. Si les importará algo. Si es realmente lo importante. Si hay demasiados árboles y poco bosque en este (y otros) Botànic.