Opinión | PABLO IGLESIAS

La cacería patriótica

Los años han llevado a relajar el control de ciertas pulsiones creyendo que la institucionalidad soportaría todo

Pablo Iglesias

Pablo Iglesias / Europa Press

Es posible que Pablo Iglesias te caiga mal, que si Podemos se hundiera electoralmente fuera una buena noticia para ti, que cualquiera de todos los extremos que estamos conociendo sobre el poder del inspector Villarejo y sus encargos con María Dolores de Cospedal y Fernández Díaz te parezcan medios imprescindibles para conseguir el fin, como buen discípulo de Maquiavelo. Pero piensa que fuera al revés, que se hiciera sobre los que tú votas, los que consideras tuyos, entonces el escándalo te parecería mayúsculo, tu desconfianza sobre las instituciones y el sistema democrático te retiraría a los cuarteles de invierno, descreído sobre la gestión de lo común.

Exactamente esa es la situación, más allá de preferencias partidistas porque la democracia debe ser garantista para todos. Las rupturas ya no se hacen de manera obscena a través de un golpe de estado, ni en la América trumpista se atrevieron, quedándose en la toma del Capitolio por activistas voluntarios. El daño contra nuestro Estado de derecho es posible cuando hay debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, junto con el oportunismo de los agentes a cualquier precio.

Siempre se han utilizado en los juegos de poder instrumentos políticos, mediáticos y judiciales. Y del mismo modo que en un momento dado, al gobierno de Mariano Rajoy le vino bien aupar a Podemos en los programas de debate en que se hicieron fuertes, para debilitar más aún a un PSOE en horas bajas, tiempo después pasó a convertirse en uno de los enemigos a batir a la misma altura que el independentismo catalán. 

La creación de pruebas falsas, la apertura de decenas de expedientes judiciales tras sus respectivas denuncias que terminaron sobreseídos, la actuación de la policía patriótica buscando aniquilar al adversario político, ni siquiera su principal antagónico sino uno residual, arma toda una artillería nunca vista en esta etapa democrática. 

Si la Transición en buena medida fue un proceso de sujeción del Estado profundo para adaptarlo a una democracia occidental, con protagonistas en los tres poderes que se resistían a ello, los años han llevado a una relajación del control de esas pulsiones creyendo que la institucionalidad iba a soportarlo todo, incluso que sus ocupantes utilizarán métodos ilícitos.

Conocer ahora la existencia de comportamientos ilegales, no solo permitidos sino dirigidos desde el Ejecutivo, sin que haya habido un reconocimiento punitivo de los hechos deja en una posición muy incómoda no solo al Partido Popular al que esto no le crea un daño reputacional sino sobre todo a la justicia que decidió archivar todas las causas