Opinión | POLÍTICA

Indefensión aprendida

Lo que hace que los votantes de izquierdas se queden en casa no es que las elecciones estén decididas; lo que hace que se abstengan de votar es la desagradable seguridad de que son las políticas las que están decididas

Carteles de los 'indignados' del 15-M en la Puerta del Sol, en una imagen de archivo de mayo de 2011.

Carteles de los 'indignados' del 15-M en la Puerta del Sol, en una imagen de archivo de mayo de 2011. / JOSÉ LUIS ROCA

Ni un solo avión despegó del aeropuerto internacional de Bruselas el pasado día 20 de junio, huelga general en Bélgica. No hubo incidentes, no hubo provocaciones, a ningún gobernante se le ocurrió decir que "no estamos para huelgas". La multitudinaria manifestación coreó por las calles de Bruselas el lema y la principal reivindicación de los trabajadores: "Más respeto. Más salario".

En Bélgica, en Francia, en el Reino Unido, en cada vez más lugares, la cuestión ha dejado de ser ya solo cómo atajar ese progresivo empobrecimiento que agravan las desventuras geopolíticas de nuestros grandes estadistas. Entre los trabajadores y la ciudadanía en general se ha instalado la sensación creciente de que, además, los poderosos de la tierra nos están perdiendo el respeto.

En España, el Gobierno no ha dudado en considerar "bien resuelto" un operativo policial que ha terminado con decenas de muertos desangrándose amontonados a ambos lados de la frontera de Melilla. Poco que comentar. Antes, las valoraciones políticas sobre los resultados en Andalucía ya abundaban en esta sensación de que la opinión de una ciudadanía cada vez más perpleja les importa un bledo. Y ya no es solo una Macarena Olona diciendo que es "hija de Dios y que su compromiso con Andalucía no lo escribe ella"; es que hemos tenido que ver a los candidatos de la izquierda echándole la culpa a la desmovilización; la culpa, oye, es de que no les han votado─ e incluso escuchar cómo algunos de aquellos otros representantes que reventaron el grupo parlamentario de la izquierda alternativa en el Parlamento Andaluz culparan de su mal resultado a los expulsados del mismo, supongo que por seguir empeñándose en hacer política sin su permiso.

Creo que les importa un rábano si una u otra candidatura consigue grupo o portavoz... Creo que les da un poco igual si sumamos siglas, las restamos o las multiplicamos

Es de suponer que esta mezcla de iniquidad, inanidad y desvergüenza intelectual por parte de las izquierdas patrias pretende que obviemos la sencilla evidencia que recorre de forma concluyente cada rincón de este país al menos desde las pasadas elecciones en la Comunidad de Madrid: la izquierda se muere.... Y se muere por abstención.

Y lo peor es que tanto las barbaridades como las excusas que oímos solo sirven para subrayar lo palmario: no es que la gente deje de votar a sus representantes porque es imbécil y se deja manipular por lo que los medios le cuentan... Lo que hace que los votantes de izquierdas se queden en casa no es que las elecciones estén decididas; lo que hace que se abstengan de votar es la desagradable seguridad de que son las políticas las que están decididas.

Salvando las distancias, y en sentido contrario, lo estamos viendo en Latinoamérica. La pandemia destruyó décadas de inculturación neoliberal, esa que afirma que votar es un acto de identidad festiva de cuyo resultado no se deriva ningún cambio material en la vida de la gente, abandonada sin remisión a las tormentas del mercado. La decisión de los gobiernos latinoamericanos de encerrar a las gentes en sus casas vía prohibición legal y represión policial era desde luego barata, efectista y contaba con el apoyo de todos los expertos nacionales e internacionales, de esos que nunca contemplan en sus variables macroeconómicas que la gente tiene que comer.

El renacimiento de una izquierda potente, práctica y anclada en la sociedad en Latinoamérica ─y también poco a poco en Europa─ ha venido de la mano de la constatación de que en las instituciones ─la democracia─ tiene que volver a servir para algo. Y no se trata desde luego de que el Estado nos diga cómo tenemos que vivir, pero tampoco que acabe convertido en apenas una bandera que agitar en los estadios nacionales. En un mundo donde una élite absolutista ha decidido liberarse de cualquier obligación pública ─surfeando sobre la inmensa ola de la desigualdad global hasta llegar a esas playas donde no rige ley alguna,─ las instituciones son el último refugio de los derechos conquistados, esos que permiten a la ciudadanía disputar el espacio público e intervenir en su propio favor ante tan poderosas herramientas.

Parece como si la ciudadanía, y en particular la juventud de este país estuviera entrando en un proceso político de indefensión aprendida

Curiosamente en España, sin embargo, parece como si el Gobierno más progresista de la historia fuera incapaz de entender algo tan simple como que su existencia depende de que ─tras los anuncios─ sea capaz de cumplir algo de su programa, de ofrecer algo palpable para la ciudadanía cada vez más necesitada de un relato de dignidad con respecto a los Derechos Humanos y una respuesta ambiciosa de sus instituciones a los crecientes problemas sociales, en vez de refugiarse en famélicas "leyes de pobres" y subsidios coyunturales para capear un temporal eterno. Por el contrario, nuestros gobernantes insisten en que hacen lo que pueden, se ajustan a la coyuntura, a la correlación de fuerzas, a la propaganda y al mal menor ignorando el hecho indubitable de que, para una parte cada vez mayor de esa ciudadanía exhausta, el hecho de que su voto valga para algo es la condición de posibilidad de que vuelva a votar.

Y es que mucho me temo que el 90% de la abstención obtenida en el barrio más pobre de Andalucía no esté formado por ciudadanos asustados por la llegada de la ultraderecha a una consejería autonómica, ni siquiera por militantes que esperan ilusionados a que Yolanda Díaz inicie su proceso de escucha. Creo que les importa un rábano si una u otra candidatura consigue grupo parlamentario y no digamos ya si una u otra sigla consigue el puesto de portavoz... Creo que les da un poco igual si sumamos siglas, las restamos o las multiplicamos. Que tal vez si una renta básica universal o, simplemente, la desaparición del despido subjetivo estuviera en juego, ─si sus derechos estuvieran en juego,─ tal vez consideraran de otra manera su participación en la fiesta de la democracia.

De hecho, parece como si la ciudadanía, y en particular la juventud de este país estuviera entrando en un proceso político de indefensión aprendida. Ese comportamiento de inacción resignada que los animales superiores adoptamos cuando nada de lo que hacemos sirve para evitar un deterioro constante de nuestras condiciones de vida. Y no es extraño que así sea, dado que este Gobierno de izquierdas ni siquiera ha conseguido liberarnos del yugo paralizante de la ley mordaza, para que se nos permitiera siquiera esa última forma de participación política que consiste en protestar.

Y claro que hay que reconocer los límites y tratar de sortearlos con audacia e inteligencia en una arquitectura europea expresamente pensada para sortear la democracia. Pero hay mucho, mucho camino por avanzar cuando hay voluntad. Porque la democracia se abre camino en muchos temas en muchos países de nuestro entorno. Porque es la ley mordaza y es todo: pensiones, despido, vivienda, renta básica, descarbonización, igualdad, alquileres, derechos humanos, política industrial, justicia, paz, democracia energética, progresividad fiscal... Las dos patas del Gobierno parecen haberse puesto de acuerdo para, entre grandilocuentes gesticulaciones y nuevos paradigmas, guardar silencio por turnos o tratar de explicar a la gente por qué no es posible cumplir su programa electoral y por qué, por mucho que los votemos, ellos ni van ni pueden cambiar prácticamente nada.

Y no. No es menor el hecho de que ya no sea solo el PSOE el que explique a sus votantes los estrechos límites de la democracia española mientras nos amenaza con el mal mayor. Al fin y al cabo, lleva comerciando con ese producto cuarenta años. Quizá lo verdaderamente desesperanzador ha sido ver a la llamada izquierda alternativa resignarse a no ofrecer alternativa alguna, refugiada, eso sí, en un cuidado victimismo que debe causar verdadero estupor a las verdaderas víctimas de su impotencia política.

Esa mezcla de impostura, vergüenza y decepción ante la democracia decorativa lo resumió grosera y certeramente aquel cántico del 15M que anunciaba que "os va a votar tu puta madre". Y, recordemos, fue eso exactamente lo que ocurrió: el Partido Popular ganó ese noviembre las elecciones por mayoría absoluta ante un Rodríguez Zapatero a los pies de los trajes negros de Bruselas.

Recordemos también, solo por recordar, que, dos años después, Podemos no se llamó así para decirnos ahora que lo importante es estar en el Gobierno, aunque en realidad desde allí no se pueda (cambiar realmente nada).

En realidad, en realidad, y puestos a elegir entre lo malo y lo peor, a nadie puede extrañarle que algunos acaben votando al PP para conjurar el peligro de la ultraderecha, por más ingenuo que nos pueda parecer que el camino de la resignación pueda conducirles de nuevo al conservadurismo de las clases medias en vez de al neoliberalismo de la más exasperante precariedad, y a ahondar en el anunciado recorte de las libertades básicas.

Porque, si ahondamos algo más en la Historia, no es raro ver que cuando se frivoliza con la muerte de otros seres humanos, cuando la democracia, las libertades, los partidos y las elecciones no sirven para cambiar nada, lo que se pierden no son los gobiernos democráticos.

Lo que se acaba perdiendo es la propia democracia.