LIMÓN & VINAGRE | Juan Carlos I

El regreso del rey pródigo

Lo de desfacer exilios puede convertirse en costumbre tan borbónica como la de holgar con coristas. O con corinas

El rey emérito, en una foto de archivo.

El rey emérito, en una foto de archivo. / Pierre-Philippe MARCOU / AFP

Albert Soler

Albert Soler

Ignoro si la carta que Juan Carlos mandó a su hijo anunciando su regreso llevaba el cerco de un vaso de whisky, tal como aseguran que devolvía el monarca inglés Eduardo VIII los papeles oficiales. Cada rey marca los documentos según sus debilidades personales, así que la carta que recibió Felipe VI, bien pudo llegar con el cerco de cualquier vino patrio, pero también pudo esconder entre sus pliegues -me resisto a creer que una institución añeja como la monarquía use emails- una liga o un preservativo, tal vez el comprobante de alguna comisión, que confirmarían la identidad del remitente.

El "majestad, querido hijo" con que el rey emérito encabeza la carta deja claro de entrada que reverencias, las justas, que tú serás rey pero yo sigo siendo tu padre, así que atiende: volveré cuando me dé la gana y, además, cuando esté en España viviré por mi cuenta para disfrutar de la vida como se me antoje, que si alguna canita al aire me he permitido y algún que otro millón me he agenciado, nada es comparado con mi contribución a la democracia, niño.

Eso dice la carta una vez traducida del lenguaje diplomático al castellano, si bien el fragmento que más llama la atención es cuando se refiere a Abu Dabi como el "lugar al que he adaptado mi forma de vida". Es decir, Juan Carlos no ha cambiado de forma de vida, sino que la ha adaptado a su nuevo hogar, lo cual debe significar que se interesa por huríes en lugar de por reinas del destape y que el jamón y el vino los consume a escondidas. Adaptarse o morir.

La carta finaliza con un "tu padre" que suena a insulto, pero que en el caso que nos ocupa es una manera de refrescarle la memoria al titular de la corona, no vaya a ser que se le olvide que tiene un padre en el desierto. Más de uno ha olvidado a un tío en América.

La razón del regreso sigue siendo un misterio, descartado como está que sea el amor a la familia o a una esposa a la que ni siquiera recuerda, y no a causa de los estragos de la edad sino a la firme voluntad de borrarla de la memoria.

El rey emérito en la grada durante el partido entre Nadal y Murray.

El rey emérito en la grada durante el partido entre Nadal y Murray. / EFE

-¿Sofía, dice usted? ¿Sofía, qué más? Si no me da más pistas...

El motivo, común a tantos emigrantes, ha de ser el hambre. En su última imagen hecha pública, acompañado de un Carlos Herrera que habría ido a llevarle unas croquetas, aparecía con bastantes quilos de menos, y lo que es peor, sin la panza que es signo de identidad de obispos y reyes, aun –o con más razón- eméritos. Ese regreso interruptus, ese volver metiendo sólo la puntita, tiene como objeto pasar por casa del hijo a reponer fuerzas, que esos árabes serán muy hospitalarios, pero son también muy frugales en las cosas del yantar, se creen que con cuatro dátiles y un té, un Borbón va a sobrevivir. Unas cuantas visitas anuales a España le devolverán a Juan Carlos los quilos perdidos y la silueta orangutanada que era su marca distintiva.

-Leti, no escatimes en macarrones al preparar la cena, que mañana vendrá mi padre a llevarse un túper con las sobras.

-Ya. Y a traer una bolsa de ropa sucia como cada semana, ¿no? Ese, con el cuento de que salvó la democracia, se cree que somos sus criados.

-Jo, tía, que es mi padre.

El rey emérito, Juan Carlos I, saludando

El rey emérito, Juan Carlos I, saludando / ZUMA PRESS/LEGAN P. MACE

El rey emérito es como un chaval adolescente, suele ocurrir a esas edades. La familia no tiene otro remedio que consentirle los caprichos y, ya que le retiró la paga como se hace con el hijo díscolo para meterle en vereda -con poco éxito, cabe admitir-, no puede negarse a alimentarle de vez en cuando. Donde no llegan las comisiones millonarias, llega la benevolencia de los hijos.

No es que antes de su partida, Juan Carlos andara muy lozano. En sus últimas apariciones era un abuelete con pinta de cascarrabias que iba siempre del brazo de un auxiliar. Un oficio singular y de prestigio, el de sujetador del rey, aunque con tal nombre su titular sea objeto de burla cada vez que revela su profesión. No sé si se accede a él por oposición, lo más seguro es que sea por enchufe, esas cosas funcionan así, algún general habrá colocado al sobrino calavera con el que la familia no sabía qué hacer.

Con sujetador o sin, lo importante es que vuelve Juan Carlos. Los borbones son así, se largan al exilio dorado pero, en cuanto pueden, regresan, que no es que en España se viva mejor que en cualquier otro lugar -con dinero, en todas partes se vive bien- pero dónde iban a encontrar tantos pelotas como aquí, que les rían las gracias y se lo perdonen todo, empezando por la Fiscalía.

El propio don Juan, después de años cerrando casinos y bares en Estoril, se vino a España a ejercer de rey padre, que es como ejercer de reina madre de Inglaterra, pero sin prestigio alguno. Juan Carlos lleva el mismo camino, con lo que desfacer exilios puede convertirse en costumbre tan borbónica como la de holgar con coristas. O con corinas.