TRIBUNA

Sin miramientos con Juan Carlos I

Se reducía en su mayor parte a establecer cuál era la fecha de comisión de unos hechos que parecían tener apariencia delictiva y en los que las malas lenguas atribuían decidida intervención al hoy Rey Emérito

Imagen de archivo de una visita de los reyes eméritos Don Juan Carlos y Doña Sofía a la Rafa Nadal Academy

Imagen de archivo de una visita de los reyes eméritos Don Juan Carlos y Doña Sofía a la Rafa Nadal Academy / EFE

José Castro Aragón

Cuando se decide acometer una empresa, ya se trate del descubrimiento de un nuevo mundo o algo menos llamativo, como el colgar un cuadro, hay que tener muy claro qué medios habremos de destinar a la faena porque habrá de cuidarse de que haya una adecuada proporción entre aquellos y el fin para desterrar tanto la ociosidad como el agobio en el empeño.

No hay riesgo de equivocarnos si decimos que en esta labor estaban afanados cuatro fiscales del Tribunal Supremo, entre ellos su teniente Fiscal, lamentablemente hoy fallecido, y falta por saber cuál era su cometido. Simplificándolo se reducía en su mayor parte a establecer cuál era la fecha de comisión de unos hechos que parecían tener apariencia delictiva y en los que las malas lenguas atribuían decidida intervención al hoy Rey Emérito.

No se hacía necesario fijar la fecha exacta del comienzo de la actividad supuestamente delictiva así como tampoco la del momento de su completa consumación pues que no se trataba de valorar ningún iter criminal complejo, no. Sólo establecer si, el que fuera, había tenido lugar en un abanico temporal tan amplio como el que discurriría entre el 22 de noviembre de 1975 y el 19 de junio de 2014, datas que marcaban el inicio y el final del reinado de Don Juan Carlos de Borbón. Si algún dato se aproximara peligrosamente a una de esas dos fechas obligaría a una valoración jurídica más detenida pero nada de esto estaba llamado a ocurrir. No había lugar para ninguna diatriba de discutible interpretación cronológica. Lo que se decía que había acontecido en ese período de nada menos que cerca de 40 años estaba claro que, de haber acontecido, lo había sido en su pleno seno y lo que quedara al margen de él también.

En fijar el contenido del primer grupo hubieran tardado no más de un fin de semana, quizás una par de días más si hubiera coincidido con un puente. En realidad hubiera bastado con decir algo parecido a que, de conformidad a lo establecido en el artículo 56.3 de la Constitución, en la aberrante interpretación que le dio el Tribunal Constitucional y el Supremo, el Rey estaba autorizado para delinquir abiertamente sin tener que experimentar la admonición de una pena. Con su sola conciencia sobre la ética o la moral bastaría para no hacerlo. Sería tanto como dejar la cartera olvidada en el metro o la tarta a la salida de un colegio y confiar que las encuentres intactas al volver. Es lo que tiene el depositar la confianza en la natural bondad del ser humano, que están sobrando los códigos penales pero curiosamente sólo cuando ello concurre en la persona del Rey de España.

Para llegar a esta conclusión no precisaban los fiscales remitir comisiones rogatorias a Suiza ni reiterar su cumplimiento al que el destinatario parecía resistirse. No hacía ninguna falta concretar cada hecho ni devanarse los sesos fijando su exacta naturaleza jurídica y, dentro de la hipotética penal, a qué tipo delictivo pudiera responder porque, fuera el que fuera, gozaría su autor del aplauso constitucional.

Pero claro, decir que hay indicios de que el Rey incurrió en comportamientos delictivos pero que éstos no pueden ser objeto de enjuiciamiento porque él, y sólo él, goza del privilegio de la impunidad, de hacer lo que le venga en gana, sea lo que sea, era muy fuerte y había que quitarle hierro.

Ya lo hicieron los padres de la Constitución cuando decidieron escribir que la persona del Rey era inviolable en lugar de impune, que es en lo que ha acabado siéndolo, y la práctica totalidad de los políticos de aquel entonces cuando concordaron mantener la ambigüedad del término.

Como llamar a las cosas por su nombre era pasarse de popular y la mediocridad de los plebeyos nunca entendería el exceso, había que buscar un fundamento exonerador más democrático, algo que cuadrara con eso de que la ley y la justicia son iguales para todos sin excepción, que es lo que por ley natural e instinto estaríamos todos llamados a comprender.

Ahora bien, para llegar a eso hay diversos caminos. Uno, el más entendible y de primera puesta es disminuir, e incluso suprimir si fuere posible, la carga de ilicitud penal del comportamiento de que se trate, que siempre es preferible que te exoneren porque te consideren inocente que porque un óbice de procedibilidad impida tu condena, y tratándose de un rey mucho más. Otra vía, si la anterior no cupiera, sería la de dar por prescritos los delitos que pudieran imputársele aunque ello conllevara una velada censura a los poderes del Estado encargados de hacer efectivo su ius puniendi que, tratándose de quien se trataba, habrían optado por dejarlo deliberadamente para mejor ocasión. Optar por la prescripción de los delitos siempre sería una salida más popular y democrática que la de la inviolabilidad pues, no en balde, la extinción de la responsabilidad criminal por la dejación de la persecución de los delitos, sin dejar de causar siempre algún recelo, está recogida en el Código Penal y, por ello, al alcance de cualquier ciudadano en quien concurran sus requisitos.

Para aquellos supuestos en que la degradación del supuesto delito a acto lícito o, cuando menos, indiferente no siempre sea posible y tampoco quepa obtener la exoneración de responsabilidad por la inactividad persecutoria durante el tiempo legalmente establecido, siempre cabría que entrara en juego como último recurso el de la inviolabilidad del monarca que, por muy indeseable que fuera su planteamiento por lo que tiene de absurdo y contrario a los más elementales principios del derecho, siempre sería una solución menos traumática para los amantes de lo instituido que la de presentar una querella contra quien fue en su día su Jefe de Estado bendecido por la divinidad y al que se le habrían de compensar sus claros errores con sus hipotéticas virtudes.

Con este protocolo de actuación se llega a que el 5 de junio de 2.020 la Fiscal General del Estado atribuyó la instrucción de una serie de hechos en los que parecía haber tenido significativa intervención el hoy Rey Emérito al Fiscal Jefe de la Sección Penal del Tribunal Supremo D. Juan Ignacio Campos Campos, y lo mismo hizo por Decreto de 18 del mismo mes y año al recibir la Fiscalía del Tribunal Supremo las Diligencias de Investigación n.º 38/2018 que había incoado el 13 de diciembre de 2018 la Fiscalía Especial contra la Corrupción y la Criminalidad Organizada al estimar que de lo actuado se deducían elementos de los que pudieran derivarse implicaciones penalmente relevantes para quien fue Jefe del Estado, Don Juan Carlos de Borbón y Borbón. Estas Diligencias de Investigación eran las numeradas 38/2018 y que tenían por objeto la investigación de un posible delito de corrupción en los negocios, derivado de la forma en que se produjo la adjudicación de las obras de la fase II de la línea de ferrocarril de alta velocidad que habría de discurrir entre Medina y la Meca en Arabia Saudí.

Muy claro debieron tenerlo los Fiscales investigadores cuando apenas transcurridos cuatro meses desde la asunción de las diligencias ya advirtieron la inconsistencia de los indicios sobre la relación entre tal adjudicación, en octubre de 2011, y el ingreso el 8 de agosto de 2008 de 64.884.405 euros en la cuenta de la Fundación LUCUM ordenado por el rey de Arabia Saudí.

Parece obedecer a la casualidad que ocho días después de que la Fundación Lucum se constituyera en Panamá, la misma abriera una cuenta en una institución financiera suiza cuyo único beneficiario sería Don Juan Carlos de Borbón y Borbón y también sería una casual coincidencia que ese mismo día y no otro la fundación fuera agraciada con una transferencia por importe de cien millones de dólares estadounidenses procedente del Ministerio de Hacienda de Arabia Saudí, y también parece obedecer a una coincidencia carente de trascendencia jurídica que en el mes siguiente se iniciara el concurso para la adjudicación de la fase II del proyecto ferroviario del que se está hablando.

El Ministerio Fiscal desprecia las trascendencia de estas coincidencias y sin precisar recibir declaración en calidad de investigado a D. Juan Carlos de Borbón, pasando por alto lo que pueda arrojar una instrucción judicial protagonizada por el magistrado que designe el Tribunal Supremo, y adelantándose a lo que pueda arrojar un eventual plenario de ese mismo órgano, decide ya de entrada que los elementos indiciarios sobre la comisión de un posible delito de corrupción en las transacciones comerciales internacionales tipificado en el art. 445 bis del Código Penal al tiempo de los hechos, en modo alguno avalarían la interposición de una querella.

Degradada, pues, ya a simple regalo la transferencia de los cien millones de dólares estadounidenses, de la que curiosamente ya no se esperaba contraprestación alguna, y, desde la desvaloración jurídica que hace la fiscalía a cohecho pasivo impropio de lo que aparentaba ser una comisión, como ya no cabe ulterior degradación que la convierta en lícita, se recurre al segundo elemento exculpatorio, que es la extinción de responsabilidad criminal por la inactividad procesal en el tiempo marcado por la ley, es decir la prescripción de delito.

Sobre la base de calificar como "regalo" lo que sólo los mal pensados definirían como comisión, también el Ministerio Fiscal descarta el ejercicio de la acción penal por supuesto delito de blanqueo de capitales en atención a que la conducta dirigida a la ocultación de tal regalo integraría un supuesto de autoencubrimiento impune. Que alguien declare a Hacienda que se ha recibido una comisión sería pedir demasiado y un "regalo" también.

Otro supuesto que encaja en los que el Ministerio Fiscal califica como carentes de entidad penal consiste en las distintas transferencias habidas entre los años 2016 a 2019 por las que D. Allen Sanginés Krause, ciudadano británico y mexicano al mismo tiempo y, tanto de una manera como de otra, amigo de D. Juan Carlos de Borbón, pretendió beneficiar a éste desde cuentas bancarias de su titularidad directa o indirecta, a través de D. Nicolás Murga Mendoza que en el año 2007 era ayudante de campo de la Casa del Rey. Su intrascendencia penal, que a la Administración Tributaria le debió pasar inadvertida, radica en que, debiendo cada donación tributarse por separado, ninguna de las cuotas en su momento impagadas alcanza la cifra de 120.000 euros que integraba el tipo penal.

Como puede apreciarse el Ministerio Fiscal podía haberse ahorrado todo el derroche argumentativo del que ha hecho gala acudiendo a la simple y elemental justificación de la inviolabilidad del rey, tanto para el supuesto delito de corrupción en las transacciones comerciales internacionales como para el de cohecho pasivo impropio y los añadido de blanqueo de capitales y de fraude a la Hacienda Pública por las citadas donaciones.

Desbrozado el perfil de Don Juan Carlos de Borbón de impurezas penales por el período que abarcaba su reinado y despojado ya de su condición de inviolabilidad para pasar a ostentar la de aforado, más acorde con su naturaleza humana aunque no del todo, quedaban algunas cuestiones por abordar y una de ellas era la responsabilidad que pudiera haber contraído por las declaraciones tributarias del impuesto sobre la renta de las personas físicas correspondientes a los ejercicios 2014 a 2018 y en íntima relación con ellas la eficacia exoneradora de las declaraciones complementarias presentadas en el mes de febrero de 2021 por la representación de Don Juan Carlos de Borbón.

No vamos ahora a entrar en la dicción del artículo 305 del Código Penal ni en concreto su apartado 4 que es meridianamente claro en tanto viene a consagrar a través de una cuidada redacción la espontaneidad en el reconocimiento y completo pago de aquellas cuotas que inicialmente se defraudaron al fisco y podemos concordar sin reservas la argumentación que al respecto ha vertido la Fiscalía, incluso la referida al requisito cronológico pero con algunas muy serias reservas en cuanto a éste.

Se dice que es evidente que no existió notificación alguna por parte de la Agencia Tributaria sobre el inicio de actuaciones de comprobación e investigación, y esta afirmación es rigurosamente objetiva pero conviene poner de manifiesto que si no las hubo fue porque nadie mostró el menor interés en practicarlas, no porque faltaran indicios objetivos para ello. De haberse empleado la Administración Tributaria con un interés en algo asimilable al que se toma cuando controla a un pensionista, y no hablo por hablar, otro gallo cantaría. De entrada le debía resultar ya familiar la rancia tradición del Rey ocultadora al fisco de toda una larga serie de ingresos y en concreto la herencia de su padre, los cien millones de dólares estadounidenses que, llámese como se quiera, comisión, regalo o vaya usted a saber, recibió de Arabia Saudí y por las que la Fiscalía Especial contra la Corrupción y la Criminalidad Organizada inició las Diligencias de investigación 38/2018, las donaciones del empresario mexicano D. Allen Sanginés Krause, los pagos realizados por la Fundación Zagatka por servicios que sólo al Rey emérito le fueron prestados y una amplia fortuna remansada en paraísos fiscales, hechos todos estos ampliamente difundidos en los distintos medios de comunicación que, cuando menos, debieran haber servido para iniciar actuaciones inspectoras con independencia del resultado que pudieran arrojar.

El artículo apartado 4 del artículo 305 del Código Penal viene a convocar una especie de carrera para ver quién llega primero, si el obligado tributario para regularizar o la Administración Tributaria, la Abogacía del Estado o de la Administración Autonómica, el Ministerio Fiscal o el Juez de Instrucción por abordar la persecución del delito contra la Hacienda Pública. La secuencia de fechas pone de manifiesto que no es que el Rey Emérito se diera mucha prisa por regularizar y contribuir, aunque fuera tardíamente, al sostenimiento de las cargas públicas, pues que eso nunca le quitó el sueño, sino es que los demás abandonaron la carrera antes de empezarla.

De cara a impedir la exoneración de Don Juan Carlos por la regularizaciones efectuadas por su representante, la Fiscalía le resta trascendencia a las dos notificaciones, de 24 de junio y 6 de noviembre de 2020, que le hizo a aquél de los sendos Decretos de incoación de diligencias aduciendo que ninguno de ellos se hacía extensivo a delitos contra la Hacienda Pública que hubiera que investigar.

Antes que nada decir que el texto de ambas notificaciones no se hacía el menor eco de ese delito pero tampoco de ningún otro. No recogía qué hechos estaban llamados a ser investigados como tampoco se aventuraba a su calificación jurídica, por lo que con su sola lectura resultaba imposible saber qué concreto ámbito habrían de tener esas investigaciones que si no se hicieron extensivas a ocultaciones tributarias perfectamente adivinables sería porque no se desearía hacerlo, pero que no impidió que la Fiscalía recabara el auxilio de la Agencia Tributaria que le fue prestado en el ámbito de la Oficina Nacional de Investigación del Fraude, por lo que los mismos reparos que se le han hecho a la Agencia Tributaria serían perfectamente trasladables a la Fiscalía.

De cualquier manera, si el delito contra la Hacienda Pública hipotéticamente cometido por el Rey Emérito no tenía cabida en las Diligencias número 40/2020 de cara a su investigación, tampoco ha de tenerla ahora para tratar de justificar su inexistencia. Si era ajeno a ellas ha de serlo para lo uno y para lo otro.

De todas formas, pienso que, por mucho interés que el Ministerio Fiscal ha venido mostrando desde siempre por asumir la instrucción de los delitos en general, como ese momento todavía no ha llegado, la realidad es que son los jueces y magistrados quienes habrán de tener la última palabra sobre la responsabilidad penal en que haya podido incurrir Don Juan Carlos de Borbón respetando, eso sí, el anuncio hecho por la Fiscalía de abstenerse de momento de ejercer la acción penal, y en principio, aunque sea escasamente probable, nada impediría que el Tribunal Supremo pudiera asumir la competencia para su instrucción y, dado el principio acusatorio que rige en la fase de juicio oral, si a él se llegara, lo que también se advierte improbable, tendría que contar con un acusador popular que supliera la ausencia ya anunciada del Ministerio Fiscal y que se arriesgara a que le fuera aplicable la llamada doctrina Botín, que eso de acusar en solitario casi nunca está bien visto.

Estas son mis reflexiones, para muchos equivocadas.