Un plan Marshall para la Amazonía

Los grandes pulmones vegetales del planeta están amenazados por varios tipos de cáncer de origen antrópico. En Suramérica, Brasil ha pasado de la vanguardia a la zaga en cuestión de políticas públicas medioambientales en el peor momento posible.

El Amazonas se acerca al punto de «no retorno», alertan los científicos

El Amazonas se acerca al punto de «no retorno», alertan los científicos

Luis Esteban G. Manrique

En cualquier recodo remoto de un río amazónico –el Madidi boliviano, el Ucayali peruano, el Tapajós brasileño– se pueden escuchar, cuando cae el sol y avanza la noche, los sonidos que emite un paisaje forestal intacto en plena efervescencia: gritos de monos aulladores, cantos de aves y pájaros y el zumbido de cigarras, grillos y muchos otros insectos. Todo en la Amazonía es mayúsculo. Sus 5,2 millones de kilómetros cuadrados –5% de la superficie terrestre y 40% de la suramericana– albergan a 30 millones de personas de nueves países, 30.000 especies de plantas, 1.300 de aves y 300 de mamíferos. Pero también lo son los peligros que la acechan.

Brasil y República Democrática del Congo (RDC), dos de los países con mayor número de bosques intactos –más de 492.000 kilómetros cuadrados ininterrumpidos–, fueron también los que más bosques primarios perdieron en 2020. Global Forest Watch calcula que entre 2010 y 2020 se perdieron a escala global 411 millones de hectáreas de bosque, el 10% del total, una superficie equivalente a la mitad del territorio continental de Estados Unidos.

Hasta ahora, han sido las grandes dimensiones de las selvas tropicales del Amazonas, la cuenca del Congo y de Papúa-Nueva Guinea las que han resguardado su fauna y flora nativas. Según el World Resources Institute (WRI), los bosques absorben casi el 30% de las emisiones de gases de carbono: 760 millones de toneladas anuales desde 2011. Hoy esos pulmones vegetales están amenazados por varios tipos de cáncer de origen antrópico. Si la deforestación tropical fuera un país, sería el tercer mayor emisor de gases de carbono después de China y EEUU. WRI estima que proteger los bosques actuales absorbería de aquí a mediados de siglo 10 veces más emisiones de carbono que la otra opción, replantar árboles. En los primeros 16 años de este siglo se perdieron el 10%. En 2020 fueron 258.000 kilómetros cuadrados, una superficie mayor que la de las islas británicas.

La primera declaración formal de la conferencia de la ONU sobre cambio climático en Glasgow (COP26) fue un compromiso para proteger 33 millones de kilómetros cuadrados de bosques. Fue suscrita por un centenar de países cuyos territorios albergan el 85% de los bosques del mundo, entre ellos Brasil, Indonesia y RDC. Asimismo, doce países prometieron dedicar 12.000 millones de dólares hasta 2025 para la lucha contra los incendios forestales y ayudar a pueblos originarios a restaurar sus bosques. Unas 30 entidades financieras que gestionan activos por valor de 8,7 billones de dólares se comprometieron, por su parte, a dejar de financiar proyectos agroindustriales que contribuyan a la deforestación en 2025.

Brasil, de la vanguardia a la zaga

En los últimos años, Brasil ha pasado de la vanguardia a la zaga en cuestión de políticas públicas medioambientales en el peor momento posible. En los últimos 12 años, la Amazonía ha sufrido tres grandes sequías. Si estas se hacen crónicas, convertirán el 60% de su superficie boscosa en una sabana, un proceso de degradación ecológica que podría liberar nuevos virus zoonóticos como el SARS-CoV-2, que hoy viven en murciélagos, monos y roedores.

Aunque en 2010 reservó el 20% de su territorio para parques naturales, en los 20 años anteriores a la elección de Jair Bolsonaro en 2019, Brasil ya había perdido el 8% de sus bosques amazónicos. Ahora Bolsonaro ha casi desmantelado –dejando de transferirles fondos– a agencias federales como la Funai, que protege a los pueblos indígenas, el Instituto Brasileiro do Meio Ambiente e dos Recursos (Ibama) y el ICMBio, encargado de proteger los parques nacionales. Ibama solo cuenta con 6.000 inspectores, frente a los 13.000 de hace una década. Las multas por delitos medioambientales son de escasa cuantía y a veces ni se cobran.

En 2020, Brasil fue el único país del G20 que aumentó sus emisiones de carbono debido a la deforestación, que le convierte en el sexto emisor mundial. Unas 12 millones de hectáreas de tierras públicas en Estado amazónicos –un área del tamaño de Guatemala y El Salvador– han sido ocupadas ilegalmente en tramas que implican a empresarios, políticos, multinacionales y organizaciones criminales.

Debido a las sequías y a la deforestación, el caudal del Paraná, el segundo río más largo de Suramérica, ha caído al 60% de su media histórica. No es extraño. Según Veja, el Estado de Goiás, donde nacen más de 200 de sus afluentes, ha perdido una tercera parte de su vegetación en 25 años.

Y los platos –ecológicos– rotos los pagan todos. Los embalses de 54 centrales hidroeléctricas brasileñas, que generan el 70% de la energía que consume el país, están al 77% de su capacidad, lo que en el último año ha hecho subir la factura de la luz un 52% en algunas ciudades. Brasil posee el 12% de las reservas de agua dulce del planeta y el 53% de las suramericanas. Según un estudio de Mapbiomas, entre 1985 y 2020 perdió la sexta parte de sus áreas cubiertas de agua dulce.

En la cumbre del G20 en Roma, Bolsonaro ni siquiera se presentó para la foto de familia en la Fontana di Trevi. Tampoco viajó a Glasgow, donde sí estuvieron nueve gobernadores y, sobre todo, Txai Suruí, una activista de etnia paiter suruí que pidió ayuda para quienes están “en la primera línea del frente”: los líderes de comunidades nativas que por proteger sus bosques se convierten en objetivo prioritario de los sicarios de madereros y narcotraficantes.

Las investigaciones periodísticas que forzaron la misión de Ricardo Salles como ministro de Medioambiente revelaron la influencia política de las redes que controlan la tala y la minería ilegales. Todos los ministros de Defensa de Bolsonaro han sido generales. En el gabinete, estos ocupan siete ministerios y la vicepresidencia, además de la dirección de Petrobras. Los militares dan forma a un tipo de “Estado profundo” a la brasileña, íntimamente vinculado a los intereses de la agroindustria y al bloque ruralista en el Congreso federal. El gigante de la carne brasileño JBS es la segunda industria alimentaria del mundo. Y desde que Cargill, el gigante agroindustrial estadounidense, se instaló en Santarem en 2000, los bosques circundantes han desaparecido, sustituidos por cultivos de soja que se pierden en el horizonte.

Bioeconomía inclusiva

En estas condiciones, muchos creen que la única salida es la derrota de Bolsonaro en las elecciones de octubre de 2022 a manos de su némesis y único rival viable: el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, que lleva 20 puntos de ventaja al presidente en las encuestas. Con un desempleo en el 14% y la inflación el 9%, el Fondo Monetario Internacional prevé que en 2022 la economía brasileña crecerá menos del 1%.

Pero la última palabra aun no está dicha. Bolsonaro ha abrazado el populismo económico en toda regla. Acaba de reanudar las transferencias de efectivo que empezaron con la pandemia. El propio ministro de Economía, Paulo Guedes, ha dicho que Lula y Dilma Rousseff ganaron cuatro elecciones consecutivas por la popularidad de su programa social estrella, Bolsa Familia, que en 2013 beneficiaba a 12 millones de familias (27% de la población), con unos gastos para ese año de 12.242 millones de dólares (0,51% del PIB).

Todos los posibles candidatos de la “tercera vía” –el gobernador de São Paulo, João Doria, el de Rio Grande do Sul, Eduardo Leite, el exjuez Sergio Moro o el presidente del Senado, Rodrigo Pacheco– tienen el mismo problema: su escasa intención de voto. Ninguno supera el 8%. Lula y Bolsonaro, en cambio, no bajan de los dos dígitos. El 36% dice que solo votaría por Lula y el 28% solo por Bolsonaro.

En una segunda vuelta, Lula gana en todos los escenarios, lo que facilitaría un plan Marshall para la Amazonía como el que propone Juan Carlos Castilla-Rubio, presidente de Moray Biosciences, en Financial Times, planteando lo que llama una “bioeconomía inclusiva” que reforeste 200.000 kilómetros cuadrados y los aprovechase para desarrollar biotecnologías que diseñen, entre otras cosas, microbiomas vegetales que puedan resistir mejor las pestes y la escasez de agua.