POLÍTICA EXTERIOR

España-Marruecos: sentencias y dualidades

La medida reacción de Rabat a la doble sentencia del Tribunal de Justicia de la UE contra la inclusión del Sáhara Occidental en los acuerdos de comercio agrícola y pesca trasluce la voluntad de Rabat de evitar una segunda crisis diplomática con la UE.

Banderas de Marruecos en el desierto

Banderas de Marruecos en el desierto / Antonin Vincent / AFP

Irene Fernández Molina

Irene Fernández Molina

La reciente doble sentencia del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) contra la inclusión del Sáhara Occidental en los acuerdos de comercio agrícola y pesca entre la UE y Marruecos no ha sido ninguna sorpresa. Los fallos anteriores en el mismo sentido, de 2015-16 y 2018, provocaron un shock sin precedentes en la relación bilateral. El gobierno de Rabat anunció la suspensión de todos los contactos con las instituciones de la UE por su "total rechazo" a la "naturaleza altamente política" y la "lógica sesgada" de aquellos juicios. La pataleta en forma de crisis diplomática duró hasta principios de 2019, aunque resultó relativamente intrascendente para la continuidad práctica de los flujos económicos y la cooperación en materia de seguridad y control migratorio.

Las sentencias de 2021 estaban, sin embargo, cantadas. Desde muy pronto parecía evidente que el proceso de "consultas" desarrollado por la Comisión Europea y el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) con una serie más o menos arbitraria de actores del Sáhara Occidental anexionado por Marruecos resultaría endeble como expresión legalmente válida del "consentimiento" del "pueblo" de dicho territorio no autónomo —el requisito jurídico establecido para que cualquier nuevo acuerdo bilateral UE-Marruecos pudiese aplicarse allí—. La medida reacción de Rabat a este nuevo varapalo judicial trasluce la voluntad de evitar una segunda crisis diplomática con la UE y demuestra que esta vez las partes implicadas han tenido tiempo de sobra para hacerse a la idea. Se da por sentado que habrá recurso.

Aunque Marruecos ha evolucionado hacia una política exterior cada vez más asertiva, los errores de cálculo y efectos contraproducentes de la reciente crisis de Ceuta, en la que se jugó a pulsar el botón nuclear del pánico migratorio europeo para intentar forzar apoyos sobre el Sáhara, ha obligado a sus autoridades a recalibrar las bases de su relación con la UE. El Estado miembro que aguardaba con mayor nerviosismo el veredicto de Luxemburgo era en España. A la postre, lo que el proceso judicial del TJUE ha puesto negro sobre blanco es la doble personalidad de la política de Madrid hacia el Sáhara Occidental y Marruecos. No es que sea novedad, pero esta disociación parece ir a más en momentos en los que proliferan los asaltos contra el statu quo. El mismo gobierno que el pasado diciembre insistía en el "respeto a las resoluciones de la ONU para buscar una vía de solución" en el conflicto del Sáhara, marcando distancias con el tumultuoso reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el territorio por parte de la administración Trump, llevaba más de un año interviniendo formalmente como parte de la defensa del Consejo de la UE —o lo que es lo mismo, de los intereses de Rabat— en el juicio del TJUE.

Dualidad cooperación-conflicto con Rabat

El filósofo Santiago Alba Rico escribía recientemente sobre la distinción fundamental entre la hipocresía y el cinismo como enemigos de la "banalidad del bien" en los tiempos que vivimos. Si la hipocresía supone una doblez de la esfera pública que continúa sustentando, aun de boquilla, el orden normativo establecido, el cinismo acaba con el "doble lenguaje" pero "no para ajustar nuestras prácticas a nuestros valores sino, al revés, para acomodar nuestros valores a nuestras prácticas". El cinismo de Trump consiguió por un momento casi desbaratar la arquitectura misma de la política de la comunidad internacional hacia este y otros conflictos. El gobierno español prefirió atenerse a la hipocresía de siempre.

En defensa de Madrid puede alegarse que la dualidad cooperación-conflicto constituye la norma casi universal, casi consustancial, de relaciones de vecindad desiguales como la de España con Marruecos. Éstas arrastran, por un lado, el legado de conflictividad asociado al pasado colonial y el trazado de los mapas. Tanto el conflicto perpetuado del Sáhara Occidental como la reivindicación marroquí sobre las ciudades de Ceuta y Melilla –non-issue del que directamente no se habla–, son asuntos que los gobiernos de Madrid habrían borrado gustosos de la agenda bilateral hace décadas. Sin embargo, ambas cuestiones territoriales tienden a colarse por la puerta de atrás cada cierto tiempo, endiabladamente entrelazadas algunas veces.

Al mismo tiempo, España y Marruecos llevan décadas trabajando codo con codo para potenciar al máximo su cooperación bilateral. Convertida en precepto del consenso diplomático español post-transición desde los años 90, la doctrina del llamado colchón de intereses predicaba que la creación de una densa red de beneficios compartidos a base de diálogo político institucionalizado y cooperación en todos los sectores, combinada con la europeización de políticas como la agricultura y la pesca, prevendría o paliaría la conflictividad cíclica entre los dos países vecinos. Esta estrategia ha tenido tanto de éxito como de fracaso.

La primera parte de la ecuación ha funcionado, superando incluso las expectativas. Diversos indicadores demuestran el salto de la interdependencia hispano-marroquí en el terreno económico y social en los últimos 30 años. Pero igualmente cierto es que hemos seguido teniendo un Perejil en 2002 y una crisis de Ceuta en 2021. Las cuestiones territoriales conviven con la interdependencia y la cooperación multiplicadas, creando una curiosa dualidad entre lógicas en principio antagónicas.