Opinión | VERDIALES
Con eso es suficiente, por hoy
Hay cosas, las mejores, que hacemos por los otros, gracias a ese tú que hace posible el yo, sin el que no existe un nosotros

Una playa cántabra, a principios de verano. / EPE
Llevo casi dos años tratando de escribir este texto. Decidí intentarlo entrado el verano de 2023, cuando llegó a mis manos un libro que empecé a leer con la misma necesidad de quien, ante una tormenta inesperada, al final de un día de agobiante bochorno, se refugia bajo los aleros discontinuos de las fachadas. Así me sentía, en mitad de un chaparrón emocional para el que no estaba preparada entonces, eso pensaba, pues aún no sabía que nunca se llega a estarlo.
El libro en cuestión, La alegría de las pequeñas cosas, es obra de la periodista británica Hannah Jane Parkinson y deriva, a su vez, de otra lectura. Así lo explica ella en el prefacio, en el que cuenta lo mucho que le gustó Deleite, una colección de ensayos en los que J. B. Priestley, autor de la obra Llama un inspector, “habla de las cosas, la gente, los lugares y las sensaciones que más le llamaban, toda una refutación de la fama de cascarrabias que tuvo durante toda su vida”.
Priestley lo escribió en 1949, en plena Guerra Fría, en un momento en el que el mundo todavía recogía los escombros de la Segunda Guerra Mundial, poco propicio para detenerse en aquello que a uno le hace feliz. Pero él lo hizo, y Parkinson siguió su estela narrativa 70 años después.
Con los dos como referentes, sus diminutos placeres, las fuentes, leer sobre el mal tiempo en la cama o cancelar planes, en el caso de Priestley, las chimeneas, acariciar gatos o el pintalabios rojo, en el de Parkinson, me propuse emularlos, sentarme y escribir sobre los gozos, aparentemente insignificantes, que me permitían seguir respirando, sintiendo, viviendo, incluso sin querer, a mi pesar.
Pero no pude, ni aquel verano ni durante los meses siguientes, no fui capaz. Hasta esta mañana. Aunque no lo he hecho por mí. Hay cosas, las mejores, que llevamos a cabo por los otros, gracias a ese tú que hace posible el yo, sin el que no existe un nosotros. No me precede fama de cascarrabias, como a Priestley, pero sí de pesimista y derrotista, agorera y negativa, características que en las últimas semanas, fruto del agotamiento y del sobrevenido escenario mundial, en manos de camorristas y abusones, se han acentuado.
No aspiro a los 114 deleites que Priestley narra de manera extraordinaria en su libro. Algún día, quizás. De momento, me conformo con el petricor, ese olor que anuncia la lluvia o la sucede, envolviéndome en un tejido invisible de tierra mojada que me arropa y me traslada a la dehesa extremeña de mi infancia, la vuelvo a recorrer sin el peso de la nostalgia.
Con el primer lametazo de ese helado de mantecado, en cucurucho, que es de vainilla pero en Cantabria lo llaman así, y es bonito. Con el baño que inaugura el verano, le da la bienvenida en una playa vacía de turistas, huyeron ante el temor de una galerna, el cielo a punto de caerse mientras tú te sumerges y te dejas zarandear por una ola que te devolverá a la orilla y entonces, sólo entonces, empezará a llover.
Con los instantes previos a que anochezca a finales de junio, esa luz que inunda la bahía, a quienes por ella paseamos, y mañana se extinguirá uno, dos minutos antes, pero seguirá iluminando la herida que es la vida. Y con eso es suficiente, por hoy.
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