Opinión | VERDIALES
Dos metros cuadrados
Suelo disimular la emoción, intento camuflarla moviendo los brazos, a veces de manera espasmódica, exagerando los gestos para ocultar mis sentimientos y esa timidez que me distancia de la realidad y de los demás

El paseo de Fernán Núñez del parque del Retiro, en Madrid, repleto de gente durante la Feria del Libro. / Alba Vigaray
Sara vino con Juana a eso del mediodía, cuando el sol empezaba a hacer de las suyas en el cielo de Madrid. Cada vez que me quejo del calor, pienso en los bebés y en las personas mayores y, entonces, me callo o modero la queja, la atempero, que es la mejor forma de vivir, en esta época del año y en cualquier otra. La preciosa cara de Juana, de cinco meses, asomaba en el cochecito. Risueña, simpática, aparentemente tranquila, me miró con sus pequeños ojos de ese azul claro que a su madre todo el mundo le dice que irá perdiendo, desaparecerá, igual que la inocencia.
Sara me explicó que venía a que le firmara la novela, pero no a ella, sino a Juana. Un compañero, Juan Carlos, había empezado una tradición cuando sus hijos, ya veinteañeros, eran pequeños: en cada edición de la Feria del Libro, acudía al Retiro a que uno de sus escritores preferidos dejara su rúbrica en un libro, ejemplar que pasaba a engrosar la todavía incipiente biblioteca de los niños. Me pareció muy bonito, me dijo Sara, y decidí que yo haría lo mismo con Juana y empezaría contigo.
Al escucharla, tuve que contener las lágrimas, disimular la emoción, camuflarla moviendo los brazos, como hago siempre, a veces de manera espasmódica, exagerando los gestos para ocultar mis sentimientos y esa timidez que me distancia de la realidad y de los demás. Quise salir de la caseta, coger en brazos a Juana, abrazar a Sara, pero me quedé dentro, encerrada en esos dos metros cuadrados en los que a veces me empeño en vivir por miedo a sufrir, como si fuera posible.
Me despedí de ellas, al rato de los libreros y L. me recogió en una de las puertas del Retiro. Su hermana nos había invitado a almorzar a su casa. Me ha costado, por mi naturaleza esquiva, sentirme parte de esa familia a la que aún miro con la envidia de quien no tuvo el tiempo suficiente a la suya, la perdió. Esa tarde de domingo, en la larga sobremesa, vi a unos abuelos, todavía jóvenes, disfrutar con su primer nieto, Jaime, de ocho meses, tres más que Juana, achucharle y provocarle la risa, jugar con él, atentos a cada gesto suyo, a sus balbuceos, a ese gateo que pronto culminará en los primeros pasos.
De vuelta, tras haber aparcado el coche, en los diez minutos andando que separan nuestro piso del parking, noté que el dolor llegaba. Primero, la sensación de falta de aire. Luego, la opresión en el pecho. El diafragma agarrotado, el abdomen contraído. Y el llanto, incontenible. Con gafas de sol, me delató la nariz, goteando. Tuve que sonarme, y L. se dio cuenta. ¿Qué pasa? Nada, respondí, impertinente; la fragilidad me asusta. Lo supe al instante: me había roto.
Ya en casa, en el baño, lloré sin contención ni trabas, como no recordaba que se podía hacer. L. me dejó espacio, tiempo y, al cabo de un rato, el llanto más sereno, más pausado, se sentó a mi lado. ¿Qué puedo hacer por ti? Devolverme a mi padre, a mi madre, que puedan ver crecer a sus nietos, llevarlos al Retiro a que su tía les firme sus libros. Eso quise contestar, hasta elaboré la frase, vi las palabras juntándose en mi mente, ordenarse, una tras otra. Pero no lo hice. Seguí encerrada en mis dos metros cuadrados. Nada, es que estoy muy cansada. Eso dije, y me dejé abrazar por ella.
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