Opinión | VERDIALES

Madrid

Variaciones

Últimamente, escucho de manera obsesiva a Bach para gobernar mi inquietud, aunque, como dice Philip Kennicott en un libro maravilloso, "la música desasosiega más que calma y aumenta los apetitos que debe saciar"

El pianista canadiense Glenn Gould.

El pianista canadiense Glenn Gould. / EPE

Hoy mismo, esta mañana, de camino a la redacción de El Periódico en Madrid, media hora a paso ligero desde mi casa, iba escuchando, en los auriculares inalámbricos, con esa sensación de aislamiento invisible, nadie más que tú sabe que la música te va guiando, acompañando, las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach.

Es una composición vibrante, que descubrí hace unos años, casi dos décadas ya, gracias, cómo no, al pianista canadiense Glenn Gould, cuya grabación, publicada en un disco maravilloso en 1956, popularizó la partitura del músico barroco e hizo que traspasara la barrera más infranqueable de todas, la que separa al gran público de los melómanos y especialistas.

Pero no iba, hoy mismo, esta mañana, de camino a la redacción de El Periódico en Madrid, escuchando la interpretación de Gould, su canturreo inconfundible de fondo, mientras posa sus dedos sobre el piano. El álbum que me aislaba del ruido, la gente, las obras, las ambulancias, la Policía, los autobuses y todos esos coches que se han adueñado de esta ciudad que un día fue acogedora porque se lo han permitido era de Vikingur Ólafsson, islandés, nacido en 1984, formado en la prestigiosa Escuela Juilliard de Nueva York, amante de Bach y defensor de que “en la música hay que tratar de conectar con todo el mundo, no sólo con unos pocos”. Conmigo, por ejemplo, esta mañana, de camino a la redacción de 'El Periódico' en Madrid.

Las razones de esa elección en particular, y no otra, las Variaciones Goldberg, en ese momento, tenían que ver con mi estado de ánimo, y con la literatura. Empezaré por esta última, ya que casi siempre me ayuda a explicar lo que ni yo misma entiendo. La noche anterior había retomado un libro al que me acerqué cuando se publicó, dos años atrás, Contrapunto. Recuerdos de Bach y duelo, de Philip Kennicott.

Entonces, mi padre estaba ya muy enfermo pero seguía vivo, su ausencia no había empezado a materializarse de una manera tan extremadamente dolorosa como lo haría meses después, y yo no fui capaz de adentrarme en el relato de Kennicott, cómo empezó a escuchar de manera obsesiva a Bach mientras su madre se estaba muriendo. Esa música era lo único que no le resultaba irrelevante, trivial. Nada de alivio, ni consuelo. Porque no hay cura que frene el desgarro del duelo.

“La música desasosiega más que calma y aumenta los apetitos que debe saciar. Como mucho, distrae de cosas que son más dolorosas. Si confundimos su poder con el consuelo, es porque no lo pensamos bien. Consuela quien nos dice algo tranquilizador sobre el mundo o la vida, quien hace el tipo de afirmación filosófica que la música no puede hacer de manera definitiva”, advierte Kennicott al comienzo del ensayo.

Con esas frases muy presentes, habían estado conmigo también mientras dormía, en esa nebulosa onírica, escogí a Bach, sus Variaciones Goldberg, esta mañana, de camino a la redacción de El Periódico en Madrid, porque buscaba aislarme del ruido externo, pero también contener la inquietud que me gobierna estos días, ¿y a quién no? En ese tránsito, media hora a paso ligero desde mi casa, en mi mente empezaron a aparecer las palabras que asignan realidad a cada cosa, escaparate, alcantarilla, contenedor, ahí estaban, iluminadoras, como luces de neón.

Hasta que se hizo el silencio, la oscuridad. En un banco, antes de llegar a mi destino, una mujer lloraba. No era un llanto desconsolado, pero sí sentido, de una tristeza inconsolable. Al verla, quise detenerme, ponerle mis cascos, que escuchara a Bach, sus Variaciones Goldberg. Pero seguí caminando y unos cientos de metros después paré la música y las palabras que antes habían inundado mi mente dejaron paso a una única imagen, nítida y coloreada: el rostro de mi padre. Al llegar a la redacción de El Periódico en Madrid estaba llorando. No me di cuenta hasta que las lágrimas rozaron los cristales de mis gafas. Tampoco me importó.