Opinión
Un parchís antifascista
Una persona obsesionada por la deriva totalitarista del mundo verá síntomas de ella hasta en su casa

Niños / Pexels
Del mismo modo que alguien con una escayola solo ve escayolas por la calle, una persona obsesionada por la deriva totalitarista del mundo, con cierta hipocondría fascista cada vez que lee las noticias, verá síntomas de ella hasta en su casa.
Cuando mi hijo mayor me enseña su antebrazo, donde lleva anotado con rotulador el número de teléfono de su madre, me trepa un escalofrío por el espinazo. Lo necesita por si se pierde, porque hoy participa en un recital escolar multitudinario en el Palau Sant Jordi, pero mi sesgo cognitivo antifascista ve un número justo encima de la muñeca y piensa, en fin, en otras cosas.
La culpa es solo mía, porque en realidad la idea es preciosa. Los alumnos de siete años de 360 escuelas públicas de Barcelona se reúnen en el pabellón de Montjuïc para bailar, gracias a la iniciativa Dansa Ara.
Desde la grada, un mar de niños de segundo de primaria, la pista dividida en cuatro partes perfectas, cada una de ellas de un color. Donde hay esas camisetas de cuatro pantones distintos, una mirada sana vería, por ejemplo, un juego de parchís. O, mirados desde arriba, cuando levantan los brazos, una fideuà policroma. Una mente temerosa de lo que viene, con dos (en realidad, muchos más) conflictos armados y una guerra comercial en marcha, con dos botarates (con una madurez menor que las de los bailarines) al mando de la primera potencia, lo que ve es otra cosa.
Lo que asalta a esa mente, la mía, cuando ve cómo miles de niños dan palmas al unísono y mantienen los colores y el ritmo, son (oh, dios) las coreografías de Corea del Norte o de regímenes totalitarios del siglo XX. No puedo parar de pensar en el número en el antebrazo cuando recuerdo aquello que Hitler decía a sus enemigos: "Tú no piensas como yo, pero tus hijos me pertenecen". La literatura que ha retratado estas sociedades también lo recoge. Por ejemplo, en 1984, de George Orwell, cuyas ventas se dispararon ante la primera elección de Donald Trump. En la sociedad del Gran Hermano, los niños del matrimonio Parsons militan en la Liga Juvenil de Espías y (es más fácil lavar un cerebro tierno) creen en los ideales de su régimen fascista hasta el punto de denunciar a su padre ante la Policía del Pensamiento.
Pienso todo eso cuando debería estar disfrutando de un despliegue de color y promesa, el amor por expresarse con el cuerpo de todos esos niños. Hasta que me voy calmando con las dos únicas cosas que me ablandan: la razón y la emoción. Por un lado pienso que en realidad los fascismos siempre han estado en contra del baile, como los nazis que intentaron vetar a 'swinging kids' y 'zazous', así que en realidad esta danza sería casi, sin saberlo, una promesa de gozo rebelde.
Por el otro, me dejo llevar por las canciones que suenan en el Sant Jordi. Se me encharcan los ojos con Wa Yeah!, justo cuando Antònia Font cantan: "Jo cant sa rosa i es cactus / i moltes més coses també, / un llapis d'Ikea, un pistatxo" [en castellano, Yo canto la rosa y los cactus / y muchas más cosas también, / un lápiz de Ikea, un pistacho]. Y también con esa otra que va de un tipo que promete caminar 500 millas (o las que haga falta) para estar al lado de la persona a la que quiere: "Y si me hago viejo, bueno, sé que voy a ser / voy a ser el hombre que envejece contigo".
Al final, una madre despliega una cartulina donde se lee Hola, Dylan. Supongo que su hijo se llama así. Pero yo, con el lagrimal húmedo ante todas esas hormiguitas doradas, rojas, naranjas y violetas, logro no pensar en esa canción que va de que una tormenta enorme va a caer, de que a hard rain is gonna fall, sino en otro verso, don’t think twice, it’s all right' que te anima a no darle vueltas, que todo, al menos de momento, está bien.
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