Opinión | VERDIALES

Madrid

La nadadora

Lo bueno de la piscina, inocuo, para mí, para mi cuerpo, es que no puedo ir sola, mi miopía me lo impide, en las calles necesito un lazarillo que me guíe

La nadadora

La nadadora / Pexels

He vuelto a nadar. Digo, escribo, he vuelto porque lo hice, de manera intermitente, un par de días a la semana, tres a lo sumo, y luego dejé de hacerlo, ya no fui más a la piscina. Aquella decisión no respondió a un motivo concreto. La tomé aparentando no ser consciente de ello, hice que fueran los días, su peso, y el del tiempo, a veces peor, más espeso, que su paso, quienes eligieran por mí. Me dejé llevar por las excusas, demasiado trabajo, una agenda repleta de citas, compromisos, viajes extenuantes, la escritura, siempre la escritura, a las que recurro, me agarro a ellas sabiendo que arden tanto como los clavos, cuando considero, mi yo autoexigente e hiperresponsable, agotador, que he cometido un fallo, un error, que he sucumbido a la pereza y a la indulgencia en lugar de cumplir con lo que de mí se espera, en mi vida personal y en la profesional.

Arrastrada por esos hechos, algunos reales, otros no tanto, pretextos todos, veía cómo se iban sucediendo los meses, pasando en el calendario, hasta que, de pronto, una novela después, se agolparon en dos años casi exactos. Eso he tardado, como digo, escribo, en volver a nadar, un regreso que no ha respondido, tampoco, a ninguna causa contundente, más allá del reclamo del cuerpo, el mío, tan abandonado, quejoso, necesitado de cuidados, y actividad. No tengo una relación fácil con él. Es, mi cuerpo, la parte de mi naturaleza que menos me gusta, si pudiera prescindiría de él, alguna vez he tratado de hacerlo, aquel intento de suicidio que quedó en llamada de atención, qué idiota e infantil, y el maltrato al que le sometí durante la anorexia que padecí.

Por eso, reparo poco en él, sus curvas y cicatrices, estrías, manchas, el volumen que no dejo que se refleje en el espejo, nunca, sólo me miro la cara, y no demasiado. De ahí que quienes me conocen, y aun así me quieren, estén atentos, muy pendientes, si decido hacer deporte, ir al gimnasio o cualquier actividad física que pueda acabar en castigo, martirio, en realidad, para mi cuerpo, pobre. No tengo límite, si veo la oportunidad, y la racionalidad y el equilibrio que demuestro en otros momentos en esas circunstancias desaparecen.

Pero lo bueno de la piscina, inocuo, para mí, para mi cuerpo, es que no puedo ir sola, mi miopía me lo impide. Sólo me quito las gafas, que uso desde que mi memoria alcanza, no me recuerdo sin ellas, para dormir, justo antes de apagar la luz tras haber leído, y para nadar. Y, claro, en las calles, a veces tan repletas de gente, nadadores, como las que hemos recorrido para llegar hasta allí, necesito un lazarillo. Es L. quien me guía y me controla, quien determina que ya está bien, vale por hoy, es suficiente. Eso hizo unos días atrás, en mi vuelta a la piscina.

Cuenta, escribe, Leanne Shapton que después de un tiempo, largo, mucho, sin nadar “entró en el agua como si tocara una cicatriz distraídamente”, y eso exactamente sentí yo, además de experimentar la sensación de que había recuperado el control. De mí. De mi cuerpo. De todo. Me sumergí, con el gorro oprimiéndome las orejas y las gafas empañadas, y empecé a respirar. Había olvidado cómo hacerlo, víctima de la disnea permanente, esa sensación a la que nos condena este tiempo líquido de piscinas vacías.

Dice, escribe, Cristina Rivera Garza que “No se piensa en nada. Si verdaderamente se está nadando, está el pie, la mano, los labios, los dientes, la respiración, el cuello, el torso, el codo, todo en lugar del pensamiento. Y así se escribe”. Pero yo soy más como El nadador de Cheever, mi mente, inquieta e incontrolable, elabora un pensamiento con cada nueva brazada, me narra lo que ha pasado, qué me ha sucedido y qué quiero que ocurra. Tal vez también escriba así, incluso este artículo, sin poder obviar la verdad, por muy dolorosa que sea.