Opinión | LA ESPIRAL DE LA LIBRETA

El apocalipsis del plástico fantástico

Tras la segunda guerra mundial se aceleró la producción de polímeros derivados del petróleo, baratos y maleables, que alfombraron una nueva cultura del consumo. Ahora el planeta se asfixia

Los plásticos pueden reducirse con medidas sencillas a escala mundial

Los plásticos pueden reducirse con medidas sencillas a escala mundial / Greenpeace

Resulta que ya anidan microplásticos en los cerebros, que podrían producir trombos y tal vez, si se permite la broma atroz, pensamientos de polietileno; lo que faltaba. En los últimos días han aparecido en la prensa fogonazos aterradores sobre la presencia ubicua del plástico en la vida moderna. El periodista de investigación británico Oliver Franklin–Wallis, autor del ensayo ‘Vertedero. La sucia realidad de lo que tiramos, adónde va y por qué importa’ (Capitán Swing / Comanegra en catalán), ha dado varias entrevistas alertando de que se producen unos 2.000 millones de toneladas de residuos sólidos al año, mayormente partículas de microplástico que los científicos ya han detectado en la cima del Everest, en las placentas de los fetos humanos, en la lluvia.

"Hay 500 veces más plástico en el mar que estrellas en nuestra galaxia". Con esta frase y otras del mismo temblor arranca el documental ‘Plastic Fantastic’ (2023), donde la cineasta alemana Isa Willinger clava el sable en el meollo: el gran problema es que el plástico jamás fue pensado para su reciclaje (apenas el 10% de la producción). Cada año se pierden 40 millones de chancletas en las playas de todo el mundo. La empresa Coca-Cola fabrica el equivalente a 200.000 botellas por minuto. Los humanos consumimos alrededor de 5 gramos a la semana (una tarjeta de crédito) de ese material tan maleable. Científicos de la Universidad de California han calculado en 8.300 millones las toneladas de plástico que se han producido en el mundo desde 1955. Hasta la última línea de esta columna podríamos seguir encadenando cifras, estadísticas e imágenes sobrecogedoras, como la de la ballena que varó enferma en Filipinas, vomitando sangre, con 40 kilos de bolsas en el estómago. Vinilo, acetato, polipropileno, poliestireno, un sinfín de polímeros derivados del petróleo.

En mi infancia, que ya es una fantasmagoría en blanco y negro, mi madre bajaba al mercado con un capazo de paja trenzada donde le abocaban las patatas a granel; las carnes se envolvían en papel de estraza, y a mí me mandaban a por la legumbre cocida con una cazuela con su tapa. ¿Alguien recuerda las reuniones Tupperware? A España llegó más tarde la apoteosis plástica que había estallado en Estados Unidos inmediatamente después de la segunda guerra mundial. Por fin se había encontrado un suministro estable de una materia prima barata que alfombraba una nueva cultura del consumo y permitía, además, fabricar productos acabados que no requerían mano de obra ni ensamblaje. Y hasta aquí hemos llegado.

"El tiempo viene envuelto en plástico fino", decía una canción bastante melancólica de Andrés Calamaro, que hablaba de esos momentos difíciles en que se sigue buscando la luz a pesar de todo. No sé. Acaba el día y bajo al contenedor amarillo con las botellas, los tetrabriks y los envoltorios del demonio, pensando en que el plástico posee algunas de las virtudes a las que aspiro: versatilidad, durabilidad, ligereza, resistencia, flexibilidad, transparencia. Facultades que quizá acaben por ahogarnos.