Opinión | DÉCIMA AVENIDA
El patio del recreo de la extrema derecha
Combatir a los ultras con violencia solo sirve para alimentar su discurso y su arraigo

Donald Trump y la obispa Mariann Edgar Budde / Leonard Beard
La serie de Antonio Scurati sobre la vida de Benito Mussolini es una guía imperfecta para estos tiempos convulsos. Guía, porque en su narración sobre el auge y caída del fascismo en la primera mitad del siglo XX en Italia podemos extraer lecciones sobre el crecimiento de la extrema derecha autoritaria y nativista en la primera parte del siglo XXI. Imperfecta, no por fallos de la gran obra de Scurati, sino porque a pesar de la generosidad con la que hoy usamos palabras como fascista y nazi los años 20 del siglo XXI no son los años 20 del XX, ni son idénticos los factores que contribuyen al resurgir de las ideologías pardas. Aun así, hay mucho que aprender de Scurati.
Sobre el uso de la violencia, por ejemplo. Este pasado fin de semana, en nombre del antifascismo, varios jóvenes destruyeron una parada informativa de Aliança Catalana en Les Corts. Hubo intercambio de insultos y empujones, y una persona herida. Arran, las juventudes de la CUP, reivindicaron el ataque. "Hemos demostrado una vez más que cuando nos organizamos somos imparables", continúa el comunicado.
Como antifascistas, deberían saber que la historia más bien demuestra lo contrario, que en la ciénaga de la violencia es justamente el fascismo (el auténtico) el que es imparable. Mussolini subió al poder gracias al caos creado por la violencia de las escuadras fascistas contra el movimiento obrero, que a su vez también la practicó. Las palizas, incendios, atentados y asesinatos, organizados de forma premeditada para generar terror, crearon una espiral insoportable para el sistema político, la clase media, la economía, y las empresas. Una y otra vez se ha dado la situación de que, ante la violencia entre los dos extremos, clases medias y poder político y económico no miran a la izquierda para buscar al hombre fuerte que pacifique el país, sino a la derecha. No es con violencia como se frena al fascismo. Al contrario, se le alimenta.
Tampoco se le frena debilitando las instituciones, o desacreditándolas. La institucionalidad y el respeto a las reglas de convivencia, incluso sobreactuada, son imprescindibles en el juego democrático. Retorcer las reglas, las astucias, el filibusterismo, el relato por encima de la letra, y la estrategia permanente de polarización erosionan un intangible sin el que el juego democrático se deshilacha: la confianza de la ciudadanía. Esta semana, los dimes y diretes sobre una cuestión de confianza imaginaria, un palacete en París y un Gobierno en minoría adicto a los ‘cliffhangers’ puso en cuestión una serie de medidas legislativas importantes en la vida cotidiana de millones de ciudadanos. La estrategia comunicativa y el juego político y partidista son legítimos y consustanciales al sistema democrático, pero cuando dejan de ser un medio y se convierten en un fin por sí mismos, dentro de una campaña electoral permanente en una atmósfera polarizada hasta el extremo, erosionan la credibilidad no de los políticos, sino de la política misma. De la miríada de ‘ellos’ y ‘nosotros’ que impregna la conversación pública, el ‘ellos’ los políticos y el ‘nosotros’ la gente (o los ciudadanos, o las personas, o la nación) es de los más peligrosos.
Más: la firmeza con la que se destruyen casetas informativas en la calle, se publican memes en redes y se deshumaniza al adversario político debería trasladarse a la defensa de principios irrenunciables. Pocos, pero sólidos, innegociables. Por ejemplo: ¿qué significa limpiar Gaza? Expulsar a millones de personas de sus hogares, previamente destruidos. Solo basta imaginar a esos millones de palestinos (personas) en blanco y negro trasladándose en trenes de un país a otro para entender el significado pleno de “limpiar”. ¿Qué supone erigir en Albania, previo acuerdo económico, centros amurallados y en régimen casi penitenciario para acoger a miles de inmigrantes rescatados del Mediterráneo? ¿O en Guantánamo? ¿Y cómo se llamaba en los años 20 del siglo XX deportar a quienes no eran como nosotros, de otro color de piel, de otro credo, caricaturizados en masa como delincuentes, asesinos y violadores? Mariann Edgar Budde, la obispa episcopal de Washington, lo tiene claro, y con esa firmeza protagonizó el más potente acto ‘antifa’ contra Donald Trump en mucho tiempo en EEUU. Con un simple sermón.
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