Opinión | DÉCIMA AVENIDA
Trump, el disruptivo
Abordar una hipotética solución al conflicto de Oriente Próximo implica afrontar tres preguntas ineludibles incluso si se pretende imponer una solución a una de las partes

Archivo - El presidente electo de EEUU, Donald Trump (archivo) / Guille Briceno/imageSPACE via ZU / DPA - Archivo
¿Qué significa solucionar el conflicto de Oriente Próximo? Son curiosos los efectos que Donald Trump desata tanto en admiradores como en detractores. El que será 47º presidente de EEUU es la disrupción, y como tal, de él se espera lo mejor y lo peor sobre cualquier tema. Hay quien da por seguro que invadirá Groenlandia y destruirá el sistema de comercio global, que llevará a EEUU a otra guerra mundial o que se rendirá ante Vladímir Putin. Y, en Oriente Próximo, que solucionará el conflicto entre palestinos e israelís de un plumazo o que rediseñará todo el mapa a mayor gloria de Binyamín Netanyahu. La tregua de Gaza, de la que se ha arrogado el éxito, da la razón a quienes piensan que Trump todo lo puede: si finalmente entra en vigor, habrá logrado, sin pisar la Casa Blanca, lo que Joe Biden no consiguió. Por tanto, la paz, o el fin del conflicto, parecerían estar al alcance de quien se proclama el mejor negociador del mundo.
Sin ánimo de ser exhaustivo ni de entrar en consideraciones como qué significa la justicia, la reparación, la reconciliación, la memoria o el significado mismo de la palabra paz, ¿qué aspectos debería abordar una hipotética solución que el presidente de EEUU quisiera imponer a las dos partes, o al menos a una?
1. ¿Qué interlocutores? Antes de empezar ni siquiera a hablar, sería necesario saber con quién. Del lado israelí se sienta la visión más extremista del proyecto sionista, que abomina de un simple alto el fuego. Del lado palestino, no hay nadie que represente la causa palestina ni con capacidad ni legitimidad para cerrar e imponer un acuerdo: ni Hamás ni Al-Fatah, ni actores políticos prácticamente inactivos como la OLP o la ANP. Por no hablar de que existen al menos cuatro realidades diferentes de palestinos: los habitantes de los territorios ocupados, los ciudadanos de Jerusalén, los palestinos con nacionalidad palestina y los refugiados. ¿Quién negociaría en nombre de quién? ¿A quién impondría Trump el acuerdo?
2. Las fronteras. Hay dos temas nucleares: la tierra y la gente. ¿Qué fronteras tendría el nuevo Estado palestino? No las de 1967, las aceptadas por la comunidad internacional, porque el dominio israelí desde entonces es indiscutible. ¿Las que marcan las colonias actuales en Cisjordania y una parte de Gaza que, sin duda, no volverán a manos palestinas? Sería insuficiente para el sector gobernante del sionismo y excesivo para cualquier palestino que se enfrentara a la tesitura de firmar dicho acuerdo. De Jerusalén, o de qué soberanía real tendría la nueva Palestina, mejor ni hablar. El principal problema no sería dar incentivos a los palestinos para aceptar un mal acuerdo; el escollo es que los israelís, el actor dominante, no tienen ningún incentivo para firmar unas fronteras que mañana serían mejores que hoy.
3. La población. Imaginando que es posible la existencia de un Israel y una Palestina aceptable para quienes no quieren ni oír hablar de un Estado palestino a su lado, la pregunta sería: ¿y la gente? ¿Qué sucedería con los palestinos con ciudadanía de un Estado judío si existe una Palestina? ¿Y con los habitantes árabes de Jerusalén Este? ¿Y con el derecho al retorno de los refugiados que malviven en países árabes desde hace décadas? ¿Sería posible un movimiento de este tipo de población y los desequilibrios demográficos que generarían?
Además de estos tres grandes aspectos, hay multitud de otros asuntos que cualquier intento de paz debe abordar, pero todo enfoque que aspire a ser duradero pasa por estas preguntas. Ni las amenazas, ni las recompensas económicas, ni el pensamiento disruptivo servirán de nada si no se formula una respuesta, incluso si se trata de imponer de forma unilateral una solución a una de las partes.
Hay una especie de nostalgia hacia los acuerdos de Abraham que Trump impulsó en su primer mandato, que Joe Biden pareció respetar y que los atentados del 7-O destruyeron, al menos por el momento. Esa iniciativa cambiaba ciertas reglas del juego y la correlación de fuerzas, hasta cierto punto creaba un nuevo tablero político más fiel a la realidad, donde la supremacía israelí es incuestionable. Pero no solucionaban el conflicto porque no abordaban estas tres preguntas.
Trump puede ofrecer respuestas nuevas, correctas o erróneas; puede también ignorar o esquivar las preguntas fundamentales, pero no puede cambiarlas.
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