Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA

En la muerte de Jaume Llull

Discrepé con él de muchos temas, pero siempre lo tuve como un hombre verdaderamente bueno, generoso, nada sectario, conciliador y atento

Jaume Llull, exalcalde de Manacor.

Jaume Llull, exalcalde de Manacor. / DM

Ha muerto Jaume Llull, que fue alcalde de Manacor en los años de mi adolescencia. Lo recuerdo como uno de los mejores políticos que he conocido junto a Ramón Aguiló y Félix Pons. Estos tres nombres, tan distintos entre sí por otro lado, deberían ser un blasón para el PSIB y la política balear. Con Jaume discrepé de muchos temas, pero siempre lo tuve como un hombre verdaderamente bueno. Generoso, nada sectario, conciliador y atento. Padeció las campañas en contra que tienen que soportar los hombres de bien. Quisieron hacerle daño y supongo que se lo hicieron, pero todo ello forma parte ya de un pasado del que es mejor no acordarse. Recuerdo, en cambio, una mañana –a finales de los ochenta– en la que un grupo de amigos de bachillerato nos acercamos al ayuntamiento a pedir esto y aquello, y no he olvidado de qué modo, siendo alcalde, nos escuchó y nos dio una lección de democracia. Conservo sus palabras como prenda de amistad. «Un solo marginado –nos dijo–, un solo excluido, es el fracaso de toda la democracia». Yo entonces lo ignoraba, pero allí se dirimía la vieja querella entre la modernidad judía –de Walter Benjamin a Franz Rosenzweig, por ejemplo– y el totalitarismo metafísico de la modernidad imperante. Si esta culminó su recorrido en los campos de concentración, aquella se erigió contra la crueldad de las ideologías, con su interminable reguero de destrucción y miseria. Pensaba en estas cosas y en las palabras de Jaume, cuando visité este verano las ruinas de Auschwitz, corroborando que en efecto la modernidad ha sido un escenario planificado de muerte, como supo ver muy bien Zygmunt Bauman.

Con Jaume Llull fuimos amigos desde la distancia de la edad. Nos encontrábamos paseando junto al mar o comprando en una tienda de comestibles cerca a su casa. A veces, aparecía donde trabajo y me saludaba. Otras, discrepaba sobre un aspecto u otro de mis artículos y me lo decía siempre con humor y lucidez. Creo que hablamos de todo o de casi todo lo importante, es decir, de la vida y de sus enseñanzas. A menudo pienso lo distinto que hubiera sido nuestro debate público si, en lugar de los haters, hubiéramos contado con más figuras como la de Jaume, que huyen de la gratificación barata del odio. Y, a su vez, que distinta habría sido nuestra vida pública si la política hubiera sido el territorio de los Llull o los Pons, en lugar del dominio de los arribistas. La melancolía, sin embargo, no conduce a ningún sitio y conviene más dejarla en un rincón polvoriento del desván.

Últimamente, cada vez lo veía menos por las calles del puerto. La enfermedad y la vejez lo habían ido retirando, como nos irán retirando a todos cuando llegue el momento. Una vez, hace años, le recordé aquella frase suya que tanto me había impresionado. En su idealismo percibo que hay un faro que ilumina la realidad cotidiana, un imposible que exige una respuesta, una actuación moral. Me alegra haber sido su amigo. Descanse en paz.