Opinión | EXTREMADURA DESDE EL FORO
Una cuestión cultural
Se apela a la nacionalidad como si fuera un castillo con un foso alrededor
Reconozco que soy incapaz de enfocar el fenómeno de la emigración desde otra perspectiva que los derechos humanos. La búsqueda legitima de un destino mejor, de prosperidad, no puede estar condicionado por la aleatoriedad de haber nacido en un sitio determinado. Ni, por descontado, por cuestiones raciales. Si bien es dudoso que pueda configurarse como un derecho colectivo, lo es claramente en la esfera individual. Nadie debe ser culpabilizado o arrastrar el estigma de que un estado sea fallido, de un país pobre, o, mucho menos, de las consecuencias de estallidos de violencia.
La respuesta social en Europa a la inmigración refleja que, sin necesidad de reconocerse como privilegiados, se apela a la nacionalidad como si fuera un castillo con un foso alrededor. Las menciones al control de la inmigración suenan a educado eufemismo, que no ocultan que esconde una parte de xenofobia y una parte de mal entendido sentido de la propiedad. Esta es (mi) nuestra tierra.
Por ello, puede convertirse en un fenómeno no deseable. Lo que no resta que sea, cuando menos necesario. La continuada falta de políticas de fomento de la natalidad y protección de la familia y la asistencialidad han convertido a las sociedades occidentales en envejecidas y con saldos negativos de población. La inmigración surge como una obligación propia del mantenimiento del sistema.
"Las menciones al control de la inmigración suenan a educado eufemismo, que no ocultan que esconde una parte de xenofobia y una parte de mal entendido sentido de la propiedad. Esta es (mi) nuestra tierra."
Por ese lado, la inmigración tiene un enorme componente económico. Del que, también es cierto, se ha tirado interesadamente para defender regularizaciones masivas que superan la propia capacidad de absorción no solo de la sociedad, sino de las mismas administraciones públicas. Eso, reconozcámoslo, deriva en coyunturas de tensión: en un problema. A la vez, en un autentico desafío, frente al crecimiento de la inmigración y la multiculturalidad de aluvión, que son los verdaderos retos de la política migratoria.
Occidente, pero especialmente Europa, ha construido su paz social desde (sino del cristianismo, cuyo rastro muchos quieren borrar) un humanismo laico, que diría el filósofo francés Lipovetsky, construido desde hace siglos. El respeto a las creencias y costumbres del que entra sólo puede hacerse desde la preservación de nuestro sistema de valores y luchando contra destrucción de la identidad histórica de Europa. La inmigración no puede ser excusas para una "descivilización". Los esfuerzos de integración deben tener una barrera en los principios básicos de la democracia y la igualdad.
Si hay necesidad de canalizar la emigración no es por el color de la piel. Tampoco por la religión. Sino por una cuestión cultural: nuestro modelo de vida.
Como dijo Wiesenthal tras el atentado de Londres en 2015: "Tuve la sensación de que nuestra cultura tiene los días contados. La vieja Europa nos dio una religión sin fanatismo. Pero ahora un mundo bárbaro, fanático, poderoso, que no se educa precisamente entre frágiles cristales. A lo mejor no son peores, pero son más bestias".
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