Opinión | VUELTA A LA RUTINA

Normalidad

Empecé a odiar la palabra normalidad en la pandemia, cuando volvíamos una y otra vez a ella, unas veces con mascarilla; otras, contando kilómetros desde el domicilio

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Normalidad / Pexels

Yo sé que mienten las mujeres de la piscina cuando afirman con rotundidad que están cansadas de estas fiestas y se mueren por volver a la normalidad. Todas asentimos, imbuidas de una mentira colectiva y piadosa que nos contamos a nosotras mismas para no reconocer que tener la casa llena, recibir a los hijos y sentir su calor es un regalo. Mejor que dure poco, porque este estado febril de compras y comidas agota, pero qué buen recuerdo deja, el suficiente para afrontar los días de enero y la supuesta normalidad.

Empecé a odiar esa palabra en la pandemia, cuando volvíamos una y otra vez a ella, unas veces con mascarilla; otras, contando kilómetros desde el domicilio o llevando el ticket de la compra como salvaconducto. Creo que el odio a ese término está generalizado, por eso la humanidad se ha lanzado a una carrera vertiginosa contra la rutina, y los restaurantes y bares siempre están llenos, los destinos turísticos, colapsados, y hay un interés frenético en que cada día sea diferente, como si viviéramos en una perpetua navidad. Y no, tampoco es eso.

La vida necesita también de un vestuario donde echarse crema, peinarse y vestirse mientras se habla. Y de una piscina a veces templada, y otras, muy fría

Las mujeres de la piscina saben de lo que hablan. Se lo toman con tiempo, no van con las prisas con las que vamos las que todavía trabajamos y andamos a mil cosas. Ellas también, pero a su ritmo. Por eso charlan, se secan el pelo, se echan crema y se ponen al día. Y charlan de la mentira generalizada de que están deseando que se acaben las fiestas y de sus ganas de volver a la rutina, aunque han paladeado estos días como un regalo. Han disfrutado de la familia, aunque conlleve un trabajo extra, que suele tocarle a ellas, como siempre.

Dura poco, y se compensa con la normalidad que viene ahora, esa entelequia, ese artificio donde sentirnos seguros, donde tachar propósitos que rompan el horizonte cotidiano. Pero ese artificio no existe. Es una construcción que cada uno levanta contra el paso de los días, algo endeble que puede desaparecer en un momento, desmoronarse con una llamada de teléfono o un correo. Por eso unos corren contra la monotonía, y otros, más sabios, paladean sus interrupciones y su retorno como un caramelo de aquellos que duraban tanto.

La vida necesita también de un vestuario donde echarse crema, peinarse y vestirse mientras se habla. Y de una piscina a veces templada, y otras, muy fría. Y de las mentiras piadosas que hablan de volver a la bendita rutina, porque estas madres son sabias, y cumplen el rito de la queja, no vaya a ser que la normalidad se moleste y nos condene a una anormalidad continua, más o menos, lo que está ocurriendo fuera.