Opinión | EL LÁPIZ DE LA LUNA

Y ahora las ventanas

Amurallar una ventana para evitar que una mujer sea vista es enterrarla en vida. Un feminicidio, el genocidio más viejo de la historia

Mujeres afganas

Mujeres afganas / QUDRATULLAH RAZWAN | EFE

Escribo este artículo la tarde del seis de enero. Intento, a través de la literatura, autorregular mi sistema nervioso saturado de estresores como los regalos, la comida, la música y una Navidad que hoy, tras el roscón de Reyes, se da por concluida. A menudo necesito espacios de sosiego en los que volver a mí después de estar expuesta a tantos estímulos. Esa paz, esa calma, ese recogimiento me lo da la escritura. Regresaba a casa dándole vueltas al azar. El albur de nacer en un país o en otro y el de ser mujer en España o en Afganistán. El azar… qué cruel puede llegar a ser. En el pueblo en el que vivía mi abuela la gente siempre tenía la puerta de la entrada con el gancho puesto.

Nunca hubo un robo ni entró ningún extraño. Solo las vecinas a media tarde que, tras dar dos toques en la puerta, quitaban el gancho y pasaban a beber café. En verano solían sacar las sillas a la acera y echaban la noche charlando a la fresca. Recuerdo pasar horas y horas jugando en la azotea desde la que podía ver los terrados de mis vecinos. Era lo normal. Era mi normalidad. Esas costumbres que nos vienen dadas y, quizá por ello, no valoramos. El pasado 30 de diciembre los talibanes ordenaron que las ventanas de las casas de nueva construcción que den a viviendas en las que habiten mujeres deberán ser tapiadas. Nadie sabe, cuando va a construir un edificio, si este dará o no a una casa en la que pueda vivir una mujer.

Se sobreentiende que en casi todos los hogares coexistirá al menos una, por tanto, todas las ventanas de todas las casas serán selladas. Las mujeres afganas han sido silenciadas, escondidas detrás de un burka, limitadas en sus derechos y libertades y, no contentos con eso, ahora también son enterradas en vida. Porque amurallar una ventana para evitar que una mujer sea vista es enterrarla en vida. Un feminicidio, el genocidio más viejo de la historia. Sin embargo, solo nos hicimos eco de esa noticia el lunes treinta. Después: silencio. Todo quedó eclipsado por la leche materna del vestido de Pedroche. Por el cuerpo no normativo (según los odiadores que ven la vida a través de unas gafas estereotipadas) de Lalachus y por otras tantas nimiedades que nos hacen perder de vista lo importante.

Como que la vivienda, la luz, la cesta de la compra o la gasolina subirán su precio en enero. Como que a seis mil kilómetros hay veinte millones de mujeres y niñas secuestradas por una panda de misóginos. Lo sé, ¿qué podemos hacer nosotros? Nada. O a lo mejor podemos hacer algo: agradecer las libertades de las que gozamos; rebelarnos cuando algún partido de nueva creación quiera privarnos del derecho de enamorarnos de quien nos dé la gana, o de ser o no madres, o de abortar o de denunciar a cualquiera que vulnere nuestros derechos físicos, mentales, emocionales o sexuales; y también usar el arma de la educación para que los niños y las niñas crezcan con una base sólida sobre el respeto, la igualdad, la equidad, la empatía, la solidaridad y el sentido común. Sé que creemos que no estamos en disposición de hacer nada. En cambio, podemos abrir las ventanas de la conciencia para que se expanda. Vivir por nosotras y, de alguna manera, en honor a ellas.