Opinión | MEDIO AMBIENTE
Reciclaje gatopardiano
La solución no es lanzarse en brazos de un sistema de depósito, devolución y retorno que obvia el problema de fondo: la producción del plástico, no su recogida
Cuando se mantiene una conversación sobre la crisis ecológica es muy probable que se acabe hablando sobre el plástico. Pero no de cualquier plástico, sino del que forma parte de algunos de los envases que nos encontramos en el supermercado, y de ahí la charla es habitual que confluya en la pregunta de por qué no lo hacemos "como antes" y retornamos los envases.
Es por ello que mucha gente celebró cuando, en noviembre del año pasado, el Gobierno, tras reconocer el fracaso del sistema de recogida actual de envases (sólo se recogen el 41,3%, frente a la obligación del 70%), se comprometió a implantar un sistema de depósito, devolución y retorno (SDDR). Hubo quienes calificaron la noticia como de "histórica" o "descomunal", casi como una revolución. Una prueba triste e hiriente del vuelo gallináceo de parte del ecologismo patrio, incapaz de articular luchas colectivas capaces de ir más allá de un villano de cartón piedra (o plástico, en este caso). Resulta sorprendente que el debate sobre una fracción tan pequeña de los residuos sólidos urbanos (¡apenas un 8%!) acapare tanta atención, mientras otros asuntos como el desperdicio alimentario o los residuos textiles son sistemáticamente desatendidos.
Es cierto que el sistema actual no funciona, pero no hacía falta que vienese el MITECO a decírnoslo. Es opaco, es ineficiente, está al servicio de las grandes empresas y el detestable papel que juega Ecoembes, con sus oscuros intereses y publicidad engañosa, responde antes a un ejercicio de 'greenwashing' que a ningún tipo de gestión ambiental. La solución, sin embargo, no es lanzarse en brazos de un SDDR que obvia el problema de fondo: la producción del plástico, no su recogida.
Apelando al recuerdo del sistema de retorno que conocimos los que tenemos ya una cierta edad, existen también personas, partidos políticos y organizaciones que han engañado de forma deliberada a la ciudadanía, haciéndole creer que eso es lo que va a implantarse. Es falso. De lo que hablamos con el SDDR es de seguir reciclando como hasta ahora; la botella que metamos en la máquina acabará en la misma planta de reciclaje que en la actualidad. Sí es cierto que, con seguridad, mejorará las tasas de recogida y la calidad del material recolectado. Lo hará en parte mediante la humillación colectiva de considerar a las personas sin hogar como nuestros barrenderos particulares, una imagen hiriente que sin embargo algunos defienden como un argumento a favor del sistema. Y además: ¿de verdad necesitamos que nos devuelvan 10 céntimos para no ensuciar las calles y espacios naturales? ¿Es ese el precio de nuestro civismo y nuestra educación?
Tal y como la psicología ambiental ha mostrado en numerosas ocasiones, la posibilidad de reciclar el residuo incrementa su consumo. Ya lo dijo Larry Thomas, quien fue presidente de la Society of The Plastics Industry durante las agresivas campañas publicitarias de finales de los años ochenta y principios de los noventa en Estados Unidos: “Si la ciudadanía piensa que el reciclaje funciona, entonces no estarán tan preocupados sobre el medio ambiente”. El SDDR es la sublimación de esa idea, un reciclaje gatopardiano que lo aparentemente lo cambia todo... para que nada cambie. Mediante mejoras puramente cosméticas, evita que nos interroguemos sobre el papel de la industria del plástico (estrechamente ligada a la de los combustibles fósiles) y que cuestionemos el sistema de producción actual, basado en el consumo de usar y tirar. Celebraciones, las justas.
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