Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA
Canción de Nochebuena
La Navidad, incluso la actual tan comercializada, nos recuerda que la vulnerabilidad no es el enemigo

Belén viviente en la localidad sevillana de Santiponce.
Ha llegado la Navidad. Los antiguos dioses se manifestaban en el esplendor de los reyes; sólo el Dios cristiano eligió la fragilidad de un Niño. Fue en el borde mismo de la Historia, en los confines lejanos del Imperio romano donde la eternidad se plegó al tiempo y se hizo mortal y frágil. Si el mundo esperaba una señal de triunfo, no la pudo encontrar allí. En la Noche de la Salvación se contradice cualquier expectativa humana. No hay ruido, ni ejércitos, ni espectáculos inauditos. Es cierto que el anuncio lo dan los ángeles y lo reciben los pastores, pero se diría que sucede casi en secreto, como en una celebración privada. Pues nadie esperaba que un Mesías naciera entre animales en el frío de diciembre. Su madre debía de ser poco más que una niña. Su padre, un anciano para los estándares de la época. Un cordero a los pies de la cuna anunciaba la muerte en la cruz. La Virgen, en su corazón, lo intuía. Pienso que la melodía del Stabat Mater no es del todo ajena al Nacimiento.
En realidad –lo sabemos–, la fragilidad no se celebra: se teme. A lo largo de la vida, aprendemos a camuflarla, a disimularla. La escondemos detrás de los escaparates y los discursos; detrás de los éxitos profesionales, las luces y los adornos que tratan de sofocar la verdad desnuda de lo que somos: hombres y mujeres necesitados. Pero la Navidad, incluso la actual tan comercializada, nos recuerda que la vulnerabilidad no es el enemigo. Al contrario: si se acoge en el amor, puede hacerse resquicio por donde entre la luz.
El gesto de María lo ilustra con claridad. Ante la propuesta del ángel, ella no reacciona con el desconcierto que podríamos esperar; no intenta protegerse del asombro o de la responsabilidad que carga en su seno. Su fiat –ese «hágase tu voluntad»– no constituye un acto de sumisión ciega, sino la aceptación consciente del peso de la libertad: sólo quien se abre al misterio puede darle acogida. Ese Niño que lleva en brazos, como cualquier otro niño al nacer, es un don y los dones nos dicen que el amor es sagrado precisamente porque ofrece consuelo allí donde antes sólo reinaba el poder y la fuerza.
Por supuesto, la Navidad no cambia las condiciones del mundo; al menos, no de manera inmediata. Los posaderos siguen rechazando a quienes buscan hospedaje, los poderosos siguen temiendo por su suerte, los olvidados siguen en el olvido. Pero la noche de Belén introduce una fisura, un punto de luz que quiebra la oscuridad y atraviesa los siglos. En este sentido –importa poco si somos creyentes o no–, los hechos narrados son revolucionarios y rebaten cualquier criterio conocido. Al igual que sucede en la Cruz, el Dios encarnado deja en manos de los hombres su supervivencia. Nos mira con sus ojos, se aferra al pecho de su Madre, llora; quizás conozca el frío por primera vez. Él que es la Palabra permanece sin palabras, convertido en infans. No lo dice, pero hay una pedagogía clara en este silencio buscado por el Niño de Belén: el auténtico amor no se impone; se ofrece. Y, en ese ofrecimiento, nuestras vidas empiezan a transformarse.
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