Opinión
Herirse
Sólo tengo una adicción: encuentro satisfacción en hacerme daño, y esa hostilidad propia se suma a la ajena
Desde que tengo capacidad de recordar, no memoria ni uso de razón, me hago heridas en los pulgares. De niña, mi madre me cubría, con tiritas o esparadrapo, dependiendo de la gravedad de la lesión, esos dedos para evitar que me hiciera más daño. De nada servía, yo terminaba quitándomelo todo, daba igual lo que fuera, y persistía.
Con el paso de los años, su ausencia, mi vida reconstruida, he seguido autolesionándome con una regularidad que traspasa la costumbre, hasta el punto de que la piel, ahí, ha encallecido. Se llama, mi trastorno mental, dermatilomanía, y no sólo lo padezco yo. Lo descubrí leyendo a Rosa Montero, su libro, maravilloso, 'El peligro de estar cuerda' (Seix Barral, 2022).
Hace unos días, charlando con ella en la Feria del Libro de Guadalajara (FIL), en México, contándole un asunto personal que en las últimas semanas me lleva disturbando, afligiendo, condicionando mi estado de ánimo, le mostré mis pulgares sin pudor, sabedora de que me entendería, por lo que estaba pasando y cómo lo estaba pagando, de nuevo, conmigo misma. Entonces, Rosa me cogió las manos y, acto seguido, me mostró las suyas, sus dedos, lacerados, igualmente, lo sé, yo también, cariño.
Según la Sociedad Española de Psiquiatría Legal, "el trastorno por escoriación de la piel es un comportamiento repetitivo en el que una persona pellizca o se rasca su piel de manera compulsiva y que a menudo tiene comorbilidad con otros trastornos psiquiátricos como la ansiedad o el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC)". Quienes lo sufrimos ni siquiera somos conscientes, a veces, de que lo estamos haciendo, yo puedo dormirme con los dedos índices en esa posición, dispuestos a ensañarse con sus compañeros pulgares.
Todo empeora en épocas de especial nerviosismo, trabajo excesivo, responsabilidades acumuladas, preocupaciones, encuentros desagradables o con extraños, siendo, como soy, tan introvertida, patológicamente insegura. Esos días, en la FIL, sin botiquín a mano, mis dedos tenían un aspecto preocupante y cuanto peor los veía, cuanto más me sangraban y dolían las heridas, más seguía, como una adicción, la única que tengo, encuentro satisfacción en hacerme daño, la hostilidad propia, sumada a la ajena.
Me he acostumbrado, a eso, y a cruzarme con gente narcisista en un mundo, el literario, dominado por el ego. Suelo estar alerta, incómoda, tiendo a medir y cuidar mis palabras en público, me siento juzgada, observada, y me desahogo con mis pulgares. De ahí mi sorpresa cuando nada de eso sucede, al cruzarme con personas empáticas, capaces de escucharte, en esos escenarios o en lugares anodinos, como un aeropuerto, con cientos de extraños, desconocidos, a mi alrededor.
Uno de ellos me regaló, antes de embarcar en el avión que debía traerme de vuelta a casa, uno de esos momentos que hacen que todo siga mereciendo la pena, la escritura, los viajes, la vida. Sentada en una mesa alta, de cara al exterior, con el ordenador encendido, tecleando, a mi lado estaba un piloto, esperando. Su vuelo, con destino a Ciudad de México, se había retrasado por la niebla, me contó.
Hacía tiempo que no tenía Madrid como destino, pero esperaba volver, el año próximo, y tratar de pagar, después de muchos intentos fallidos, una multa de estacionamiento que le pusieron en su última visita. Su cordialidad hizo que superara mi timidez, le dije que era escritora, me preguntó por mis libros, qué escribía, me felicitó, me miró con admiración.
Al volver del cuarto de baño, tras pedirle que vigilara mis pertenencias, la maleta, el portátil, una mochila, había comprado la novela con la que gané el Premio Nadal, en una semana empezaré a leerte, me dijo. Gracias, le contesté, emocionada, por todo. Antes de despedirnos, intercambiamos direcciones de correo y, al estrecharnos las manos, reparé en mis dedos, a salvo aquel rato, durante toda nuestra conversación.
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