Opinión

Vuelos cortos, lema o realidad

El verdadero compromiso político con la movilidad sostenible es la inversión en transporte público

Una imagen de archivo de un avión de Iberia. EUROPA PRESS

Una imagen de archivo de un avión de Iberia. EUROPA PRESS / IBERIA

Una de las consecuencias que ha traído la crisis climática es el replanteamiento de la forma en que nos movemos. A nivel individual, pero también como sociedad, existe una convicción cada vez más compartida de la necesidad de cambiar los medios de transporte que contaminan más por otras formas de viajar más sostenibles. La sustitución del coche particular por el transporte público es el ejemplo más claro, pero el debate incumbe a otros medios como el avión.

Desde los sectores ecologistas, hace décadas que se reclama un menor uso de los vuelos para reducir las emisiones de CO2 a la atmósfera. Una exigencia que se ha trasladado al ámbito político, donde la cuestión, si no se aborda con el rigor debido, corre el riesgo de convertirse en poco más que una proclama ideológica sin resultados sobre el objetivo real de descarbonizar el planeta.

Francia acaba de aprobar una ley que, teóricamente, prohíbe los vuelos cortos cuando hay alternativa en tren de menos 2,5 horas. En la práctica, la norma ha resultado ser mucho menos ambiciosa de lo que se anunció, por todos los condicionantes que limitan su aplicación. De modo que se ha quedado en una ley más simbólica que efectiva. También en España se estudiaba una medida parecida, dentro del proyecto de ley de movilidad sostenible que ha quedado definitivamente aparcado a causa del adelanto de las elecciones generales.

Este diario ha querido analizar cuál sería el impacto en España en caso de aplicar la nueva normativa francesa, con resultados igual de magros que en el país vecino: tan solo cinco rutas aéreas, que transportan 3,2 millones de pasajeros anuales, se verían afectadas. Buena parte de esta explicación radica en el diseño de la alta velocidad: una red radial con epicentro en Madrid, que hace que para muchos trayectos que no tienen la capital española como lugar de destino u origen la opción del avión (o del coche) es con frecuencia más viable. Superar este diseño radial es la principal asignatura pendiente si en realidad se quiere apostar políticamente por el tren como alternativa al avión. Y también es preciso avanzar más hacia la intermodalidad, que permita combinar diferentes transportes (la posibilidad de ir en tren al aeropuerto, por ejemplo).

Prescindir del sector aéreo en nuestro país no es tan fácil, porque las conexiones actuales con frecuencia no ofrecen mejores alternativas para los viajeros. Pero dado que el debate se centra en la contaminación que generan los aviones, no está de más recordar que el sector aéreo representa entre el 2% y el 3% del total de las emisiones contaminantes a la atmósfera, y que la mayor parte de estas provienen de los vuelos internacionales. De modo que, aunque el más mínimo gesto cuente, no queda muy claro que una medida como prohibir los vuelos cortos pueda contribuir de manera decisiva a la reducción de emisiones.

Otra mirada permite ver otro alcance de la ley francesa o de otras similares: si bien su impacto real es menor, es una manera de abordar la defensa del planeta en la agenda política, aunque peque de cierto ‘greenwashing’ (ecoblanqueamiento). El compromiso de la política con el medio ambiente debe ir más allá del eslogan y tocar la realidad. Y en materia de transporte, probablemente sea más urgente invertir en infraestructuras como los trenes de cercanías o los autobuses metropolitanos.