Opinión | A VUELA PLUMA

Un sarcófago de pequeñas cosas

Lo único que ha pasado son unas elecciones. No es tan importante. No debería serlo, ni para los ganadores ni para los vencedores. Debería ser más normal. Esta exacerbación solo indica infantilismo crónico

Una persona deposita sus votos en las urnas en las elecciones del 28M.

Una persona deposita sus votos en las urnas en las elecciones del 28M. / Europa Press

No he sentido más apego a la vida que en la sala de espera del hospital. Entonces se ven más claras las fronteras entre lo importante y lo accesorio. Entonces valoras la suerte de estar aquí esta mañana y que la vecina en la fila de butacas lleve unos calcetines de perros que te alegran el rato, el pañuelo colorido en la cabeza de la señora de enfrente, las canciones italianas que hace sonar en un altavoz el vendedor de cupones de la puerta para endulzar días amargos.

Entonces aprecias que con este sol de mayo te basta hoy. Aprecias poder ver pronto la peli de Víctor Erice, el capítulo de Sherwood que tienes a medias, el próximo paseo con los perros entre los árboles. Entonces entiendes que si todos los días fueran primavera esta luz que hoy te emociona ni la verías. ¿Por qué llaman pequeñas cosas a lo realmente importante? Quizá es el primer paso para olvidarlas cuando te alejes de esta luz blanca de neón.

Sales vivo, entero esta vez, y piensas en dejarlo todo, desconectar el teléfono y borrar antes la lista de contactos, por si surgen tentaciones. Reset. Pero enseguida noto que ya me cuesta creer en lo que escribo. En cada paso voy perdiendo fe y voy regresando a la otra realidad, al tiempo de la presión exterior, a las urgencias sin sirena, a la pantalla que dice que las cosas han cambiado, aunque ni hayan cambiado ni vayan a cambiar tanto, al mundo de las palabras que ladran más que muerden.

Regreso al tiempo este que quieren que sea de blancos y negros, sin escapatorias. Cada vez hay menos carriles de deceleración en este mundo. Tiempo de dicotomías. O Pedro Sánchez o la barbarie. O urnas o vacaciones. O Sánchez o España. Tiempo de hipérboles, de excesos de dramatización. Tiempo de disyuntivas guerracivilistas. Como si el pasado fuera un espejismo que no sucedió. De nuevo, la barbarie es el otro, aunque se parezca tanto a nosotros. De nuevo, unos (siempre los mismos) atribuyéndose España, porque creen que es solo suya. De nuevo, unos y otros apropiándose del presente y del futuro, cuando lo importante somos nosotros, los que no estamos ni en los unos ni en los otros, pero parece que solo cuentan ellos, peleándose por eso que quieren llamar país pero no es el real. El tremendismo es un estilo tan nuestro.

Lo único que ha pasado son unas elecciones. No es tan importante. No debería serlo, ni para los ganadores ni para los vencedores. Debería ser más normal. Esta exacerbación solo indica infantilismo crónico. La izquierda valenciana ha perdido. Ya está. El tiempo dirá mejor que nadie sobre esta etapa. Ya he escrito que creo que dirá para bien. Pero muchos se afanan ahora en buscar culpables. Lo más fácil es mirar al de al lado. Los socios a la izquierda, dicen rápido algunos observadores del terruño. Me parece injusto. Igual que la victoria no hubiera sido posible sin la unión de todos, la derrota ha de ser colectiva.

El valor principal de esta experiencia es haber demostrado la madurez de la generosidad para llegar a puntos de encuentro, que no son ni los de unos ni los de otros: la conciliación de la mirada amplia (a veces demasiado prudente) de la socialdemocracia con la valentía (a veces demasiado intrépida) de los que esperan el cielo cada día.

Ha habido errores y pasadas de frenada, pero me quedo con que se han producido avances en un clima de estabilidad mayor del que cualquiera auguraba en 2015. Lo otro es la crítica fácil del día después de los altivos de siempre, que creen que el mundo ha de pasar por la aceptación de unos pocos, aquellos que piensan que la verdad siempre está en el dinero. Enhorabuena a los vencedores, pero no perdonen la vida.

De los que llegan, sobre todo espero que hayan aprendido del pasado, porque lo conocen bien, no son tan diferentes. Más que ruptura, ha habido una transición. Casi siempre es lo más inteligente, aunque no sea lo más justo, ni lo más sano.

Lo que he aprendido por mi parte es que el mundo se juega en las pantallas de consumo masivo, en redes sociales y poderosas televisiones. Y que en esa esfera vale casi todo y, de momento, la parte conservadora se anda con muchos menos remilgos y va a lo que va (el tratamiento de los datos de empleo de mayo es buen ejemplo), aunque confieso que miro desde esta parte del mundo y en este momento posiblemente alguien esté escribiendo este mismo artículo a la inversa desde la otra parte y añadirá además la acusación a este lado de superioridad moral por incluir esta coletilla de prevención.

Lo que he aprendido es que el mundo de hoy se juega poco, casi nada, en los viejos papeles y en programas que casi ni existen. Hay olas que llegan a todas las orillas y otras que mueren antes de llegar a la arena.

Mientras en unas orillas desembarcan olas de odio, un pesquero acaba de llegar a este puerto esta semana con un cadáver en las redes. El Mediterráneo es más sarcófago de sueños que nunca. Un sarcófago de demasiadas pequeñas cosas.