Opinión | PARECE UNA TONTERÍA

¿El final del pasillo?

Leí por ahí que se está muriendo, que fue un anhelo burgués que mucho duró, y que entre la especulación inmobiliaria y la presión de la industria de la felicidad lo empujan a la extinción

Quique, otro de los vecinos, en el pasillo de entrada al bloque, chapuceramente apuntalado

Quique, otro de los vecinos, en el pasillo de entrada al bloque, chapuceramente apuntalado

Mi hija está en esa fase en la que quiere hacer el pino a toda costa, pero no le sale. Yo la animo a que desista. Siempre me pareció que hacer el pino es una maniobra tristemente absurda. Qué ganas haciéndolo, me pregunto. ¿Romperte un brazo, partirte el cuello? No me convence del todo esa parte. Yo le propongo que, en su lugar, aprenda a hacer girar el balón de básquet en la punta de un dedo. Ahí hablamos ya de otra cosa: de civilización. Quizá también sea absurdo desarrollar esa habilidad, pero se vuelve hipnótica. Es imposible que el mundo no admire a una persona que consigue que un balón dé vueltas sin parar en la punta de un dedo. Fácilmente se confunde con magia. 

Pero ella prefiere hacer el pino, la barbarie, digamos, de manera que estos días el pasillo de casa es escenario de un sinfín de carreras al final de las cuales, en un instante crucial, Helena apoya los brazos en el suelo y… nada. Me gusta, sin embargo, que se registre ese ajetreo en el pasillo. Siento que no es un espacio fantasma, que sirve para algo más que salir de una habitación e ingresar en otra. Puedes quedarte en él. En verano, yo lo uso para tumbarme y leer. Y podría citar muchas más utilidades, pero justo ahora no se me ocurre ninguna. Admito, sin embargo, que el pasillo atraviesa una lenta decadencia. Leí por ahí que se está muriendo, que fue un anhelo burgués que mucho duró, y que entre la especulación inmobiliaria y la presión de la industria de la felicidad lo empujan a la extinción. 

El pasillo es puro suspense. Quizá las cosas pasen en las estancias, pero se van cociendo por el pasillo. En el salón, en el dormitorio, no más estallan; en el pasillo, se ven venir. Hace dos semanas me alojé cinco días en un hotel, cuya existencia, en general, no depende más de las habitaciones que de los pasillos. Caminando por ellos un montón de veces al día sentí que eran aventura, y no simple camino, angostura, tránsito. 

En un pasillo están a punto de suceder cosas. A veces, pasan enteramente. Me impactó, hace algunos años, la muerte en su casa de una vecina de Culleredo (A Coruña). Vivía sola, y el día que murió, en mitad del pasillo, como si fuese una isla desierta, solo se enteró ella. Cuando la encontraron, estaba vestida y descalza, y tenía su bolso a mano. Habían transcurrido algunos años desde la muerte. En el banco había dinero, así que el propietario del piso siguió cobrando el alquiler. Después de cinco años, cuando se agotó, se emitió orden de desahucio y cortaron la luz y el agua de la vivienda. Ella, más sola que nunca, siguió en el pasillo. Unas extrañas condiciones ambientales momificaron su cuerpo. En el buzón se acumulaban cientos de cartas, y en el garaje, el polvo cubrió su coche como en un temporal de nieve y ventisca. Los vecinos se preguntaban qué sería de ella. «Era un secreto a voces que algo malo le había pasado; se veía venir», dijo uno cuando por fin alguien denunció su desaparición, y al cabo la encontraron en el pasillo, que se había vuelto tumba.