Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Heberto Padilla en el infierno de Castro

El escritor cubano Herberto Padilla en una imagen de archivo.

El escritor cubano Herberto Padilla en una imagen de archivo. / F. Marull

Fidel Castro fue un hombre infernal en cuya santidad revolucionaria creyó más de media humanidad. El símbolo mayor de su desprecio por la libertad, y sobre todo por la libertad de la escritura, fue el montaje policiaco con el que las autoridades cubanas obligaron al poeta Heberto Padilla a desdecirse ante sus compañeros escritores de sus versos, de sus prosas y de sus conversaciones, calificadas de contrarrevolucionarias por el régimen y denunciadas por el propio Padilla en una comparecencia pública que causó horror en el mundo.

Al estilo de las demandas estalinistas de la URSS contra los intelectuales, Heberto Padilla se acusó a sí mismo y acusó a sus compañeros, muchos de los cuales estaban presentes en la sala de sesiones de la Unión de Escritores Cubanos. Nicolás Guillén no fue, dijeron, “porque está enfermo”. Las cintas grabadas de este episodio de abril de 1971 fueron registradas por orden del propio Fidel Castro y ahora han sido divulgadas en una película estrenada este último viernes en España.

El primer escritor que mereció por parte de Padilla su desprecio por contrarrevolucionario fue Guillermo Cabrera Infante, que ya se había ido de Cuba y vivía exiliado en Londres. Autor de Triste tristes tigres, miembro de la Revolución en los primeros tiempos, abandonó Cuba y fue vigilado y perseguido por la Seguridad del Estado que, en este caso, apresó a Padilla y lo entrenó para su deposición histórica. Padilla no

se refirió a Cabrera como un contrarrevolucionario, sino que para hacerlo se valió de diminutivos o calificativos despectivos que en la película suenan de una crueldad policiaca.

La persecución a Cabrera Infante, vigilado hasta su muerte en 2005, fue un propósito muy primitivo de la revolución, e impuso sobre el autor cubano una enorme presión cuyo punto máximo fue esta aparición de Padilla tras ser interrogado, y adoctrinado, por la Seguridad del Estado. Como si Padilla fuera mandado a advertir, a los que se fueron y a los que se quedaban, lo mismo que Castro ante los mismos intelectuales a los que se dirigía el poeta: “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”.

En septiembre de 1972 conocí a Guillermo Cabrera Infante. Perseguido y exiliado después de que una película de su hermano Saba, PM, considerada contrarrevolucionaria por el régimen, y de la cual él era guionista, vivía en el exilio de Londres, víctima todavía de un nervous breakdown. En aquel entonces el autor de Tres tristes tigres y de La Habana para un infante difunto, vivía en su casa de Gloucester Road, Londres, con su mujer, la que fue gran actriz cubana Miriam Gómez. En ese tiempo el que luego sería premio Cervantes apenas hablaba.

El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, a la izquierda de la imagen, durante un descanso de un día de trabajo voluntario cerca de La Habana en 1959, junto a la que entonces era su mujer (segunda por la izquierda), Marta Calvo y otras personas.

El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, a la izquierda de la imagen, durante un descanso de un día de trabajo voluntario cerca de La Habana en 1959, junto a la que entonces era su mujer (segunda por la izquierda), Marta Calvo y otras personas. / AFP

El 27 de abril de 1971 Heberto Padilla se sentó ante aquellos compañeros de la UNEAC, rompió los papeles en los que habría anotado las denuncias que iba a hacer, y empezó el fusilamiento moral que le habían dibujado. Guillermo Cabrera Infante fue la primera víctima. A Padilla le habían incriminado un libro de poesía, Fuera del juego, por contrarrevolucionario, y él se culpó de haber sido seducido, entre otros, por los razonamientos “contrarrevolucionarios” del más importante escritor de su generación, que ya estaba en el exilio.

Este episodio mayor de la represión cubana fue contado por muchos de los que estuvieron presentes, pero nunca se había visto. Fue una explosión retardada en la isla, como un secreto, y un escándalo mundial, con el que comenzó la demolición moral de lo que aún podía quedar de credibilidad de la Revolución Cubana. Fue una declaración sumaria a favor de todo aquello contra lo que habían estado el poeta y sus denunciados, así que el hecho de que empezara por la figura de Cabrera Infante era un mensaje que valía también para los que, en el interior, quisieran seguir esa senda.

Uno de aquellos intelectuales que escucharon la diatriba de Padilla, y que además fue también denunciado por él, el poeta Manuel Díaz Martínez, residente desde hace años en Las Palmas de Gran Canaria, dijo cuando ya estaba él mismo en el exilio: “La autocrítica de Padilla ha sido publicada, pero una cosa es la letra y otra bien distinta es haberla oído allí aquella noche. Ese momento lo he registrado como uno de los peores de mi vida. No olvido los gestos de estupor –mientras Padilla hablaba—de quienes estaban sentados cerca de mí, y mucho menos la sombra de terror que apareció en los rostros de aquellos intelectuales cubanos, jóvenes y viejos, cuando Padilla empezó a citar nombres de amigos suyos –varios estábamos de corpore insepulto—que él presentaba como virtuales enemigos de la revolución. Yo me había sentado justamente detrás de Roberto Branly. Cuando Heberto me nombró, Branly, mi buen amigo Branly, se viró convulsivamente hacía mi y me echó una mirada despavorida como si ya me llevaran a la horca". Esas miradas se prolongaron hasta el final, cuando tras unos aplausos que inició el propio Padilla hubo abrazos y sonrisas, que ofrecen en la película el aire de una despedida patética.

Uno a uno Padilla había ido denunciando a cuatro o cinco de los que conspiraron, decía, para dañar a la Revolución. Incluyó ahí a José Lezama Lima, acaso el mejor escritor cubano de la historia; lo acusó de injusto con la Revolución, y en esa ristra de acusaciones sumarias hizo entrar, por ejemplo, a Pablo Armando Fernández, poeta, escritor, y a Norberto Fuentes, escritor, periodista, y al propio Díaz Martínez. Ninguno negó en primera instancia las diatribas de Heberto Padilla, ni el clima parecía propicio para una controversia, pero el citado Norberto Fuentes sí regresó al estrado para acusar al poeta de haber hecho una deposición innoble. Un militar que estaba al frente entonces de El caimán barbudo intervino para imponer el orden revolucionario ante el cual se produjo una ovación que tuvo dos excepciones: las de Reynaldo Arenas y Virgilio Piñera.

Estos dos hurtaron sus manos de la luz de las cámaras, y permanecieron así mientras sus compañeros se daban abrazos como si hubiera acabado una gesta. Arenas se exilió en patera, y fue, con Cabrera Infante, el escritor más poderoso de la égida. Piñera fue el que, en una reunión de Fidel con los intelectuales cubanos, cuando el comandante dijo aquella frase, “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”, le dijo al líder máximo: “Fidel, tengo miedo”.

Heberto y su mujer, Belkis Cusa, exiliados luego en España, en Francia, en Estados Unidos, purgaran las culpas en una granja agrícola. Belkis Cusa había dicho, en la sala de la Unión de Escritores, que todo lo que su marido había dicho contra su propia obra y contra sus compañeros era la pura verdad. Padilla había dicho que quemaría todo lo que de su pluma (en la cárcel había escrito, para purgarse, hasta un poema sobre la primavera) sonara a contrarrevolucionario, pero su novela En mi jardín pastan los héroes se publicó fuera de la isla cuando ya él estaba exiliado. Murió en 2000 en Estados Unidos.

La película narra un asesinato moral que causó estupor en el mundo y silencio en la isla. Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Jorge Edwards, Alberto Moravia, Jean Paul Sartre o Susan Sontag aparecen en la película, en el lado de la denuncia del oprobio castrista.

La película es como una lápida que entierra la ilusión revolucionaria creada tras la derrota de Batista por el ejército que comandó Fidel Castro"

En 1991 invitamos, un amigo y este cronista, a una cena en La Marina Hemingway de La Habana a algunos de aquellos que fueron nombrados en la autocrítica de Heberto Padilla. En la puerta de aquel complejo de casas destinadas al turismo extranjero los guardianes de la seguridad decidieron que les estaba vedada la entrada. Entraron, al fin. Tras ellos entró una periodista que dio cuenta a la Seguridad del Estado de la presencia en la cena de un periodista español al que al día siguiente acusarían y expulsarían de la isla. Unos años después la periodista fue parte del exilio y, por cierto, acudió a la presentación que Cabrera Infante, ya recuperado del todo, premiado luego con el primer premio de las letras españolas, hizo de su libro sobre la extinta Diana de Gales. Ni en la cena ni en la vida habitual cubana de entonces el caso Padilla era un asunto de las conversaciones cubanas.

La película es como una lápida que entierra la ilusión revolucionaria creada tras la derrota de Batista por el ejército que comandó Fidel Castro. El abrazo sucesivo del líder máximo a los herederos de Stalin y este episodio, ahora convertido en una filmación para la historia, resulta el peor epitafio de la revolución que sepultó la libertad de la escritura y, por tanto, de la libertad del pensamiento. Cuando Piñera dijo “tengo miedo” estaba formando parte de los intelectuales asustados aquella noche de abril de 1971 mientras Heberto Padilla deletreaba sus sentencias contra Cabrera Infante y contra los más representativos de los presentes.

Una vez vi abrazarse a dos sobrevivientes de aquella Cuba sepultada por las consecuencias del Caso Padilla. Era el bar Chicote de Madrid. Lloraron ambos, y ya no se habló más

lo hubo aquellas lágrimas durante un abrazo que duró casi una noche.