Opinión | VERDIALES

Blanca

Nada sabemos de todas las personas mayores a las que tratamos con displicencia y desagrado, a las que ignoramos y enviamos a residencias

El buzón de Blanca Urmeneta Cildoz, en un edificio de Madrid

El buzón de Blanca Urmeneta Cildoz, en un edificio de Madrid / EPE

Se llamaba Blanca Urmeneta Cildoz. Tal vez se siga llamando así. Prefiero agarrarme con cierta fuerza ilusoria a la conjugación en presente de su vida, como el trapecista al alambre. Mi vértigo me impide asomarme a las alturas, yo creo que por miedo a no superar la tentación de tirarme, de dejarme caer para acabar con la angustia.

Pero nada me impide subirme al trapecio de la imaginación, que es lo que hago al escribir. Desde ahí, con el único riesgo de desvincularme en extremo de la realidad, pienso en Blanca y en que ojalá continúe siendo pianista. También ejercía, ejerce apoyo a la docencia. Es lo que aparece bajo su nombre y sus apellidos en su buzón, el del segundo C.

Llevo seis años y medio viviendo en el piso desde el que ahora tecleo estas líneas y sé bien poco de los vecinos del edificio. Pero sí sabía, sí sé de Blanca, aunque nunca he llegado a verla. Vivía, vive encima de mí, y el pequeño patio interior que sirve de insuficiente pulmón comunal era, es la caja de resonancia a través de la que me llegaba su voz.

Durante los meses de confinamiento por la pandemia, me acostumbré a escucharla. Cuando no la sentía hablar con su cuidadora, una mujer joven y vigorosa, a veces impetuosa de más, abría la ventana de la cocina y me quedaba un rato esperando.

Sus conversaciones versaban entonces sobre asuntos que, sobre todo, le interesaban a la cuidadora, relacionados con los programas televisivos que sonaban de fondo. Es probable que Blanca estuviera, que esté algo sorda o que simplemente estuviera, que esté cansada de escuchar.

Su voz, la de Blanca, era, es débil, casi un hilo a punto de quebrarse. Siempre que la oía, me acordaba de la escritora Edna O’Brien, de cuando me recibió en su casa de Londres y en cada frase que pronunciaba yo le acercaba un poco más la grabadora por miedo a no registrar sus últimas palabras.

Es lo que me pasaba, lo que me pasa con Blanca, a la que me imagino como Joan Didion, con su apariencia física: la misma fragilidad, el mismo cuerpo enjuto pero espigado, los mismos brazos largos, imposibles de detener debido al Parkinson, los mismos dedos infinitos, perfectos para elegir las teclas precisas, en el piano o en la máquina de escribir.

Blanca comía, come poco, aunque era, es golosa. Le chiflaban, le chiflan los dulces de La Santiaguesa que sus amigas del barrio la llevaban, pues ella no salía de casa debido a su limitada movilidad. Entre semana, se levantaba, se levanta no muy tarde, pero no madrugaba, no madruga.

Y lo mismo los fines de semana. Estaba, lo está, en esa etapa de la vida en la que el calendario sólo sirve para tener la certeza de que puedes seguir arrancando las hojas. Los domingos por la mañana veía, ve la misa que religiosamente emite la segunda cadena de la televisión pública.

Arrepentimiento

La semana pasada, una tarde a última hora, sonó el timbre de casa. Era la cuidadora de Julia, una amiga de Blanca. Ambas tenían, tienen la misma edad, ya pasados los noventa, y se habían conocido en el coro. Julia estaba preocupada porque hacía tiempo que no tenía noticias de Blanca. Llamaba al teléfono fijo y nadie contestaba. “He preguntado a un vecino y me ha dicho que le dio un ictus, pero que no sabe nada más”.

“Lo siento, no la puedo ayudar, no la conocía”, le dije a aquella mujer, y me sentí terriblemente culpable, arrepentida de no haberme atrevido nunca, por pudor, por vergüenza, por pereza, por tantas cosas inútiles, a subir los dos tramos de escaleras que nos separaban, llamar a su puerta, entrar y sentarme a escucharla de verdad, a que me contara la vida que yo ya le había inventado.

No sé si Blanca tenía, si tiene familia. No sé, en realidad, nada de ella, como nada sabemos de todas las personas mayores a las que tratamos con displicencia y desagrado, a las que ignoramos, relegándolas a un papel secundario en su propia vida, y terminamos enviando a residencias. Sólo espero que, esté donde esté, Blanca me perdone.