Opinión

Alexa, ¿a quién voto?

Decidir es la consecuencia de reflexionar y valorar el resultado del coste y beneficio de cada alternativa

La bancada socialista en pie para votar la eliminación del delito de sedición

La bancada socialista en pie para votar la eliminación del delito de sedición

Todas las decisiones implican una elección. Sin embargo, elegimos sin tomar una decisión. En la personalidad manda nuestro cerebro, pero son las emociones las que eligen. Decidir es la consecuencia de reflexionar y valorar el resultado del coste y beneficio de cada alternativa.

Además, interviene el factor tiempo que relativiza cualquier decisión como una inversión a corto o largo plazo. Como esto supone demasiado esfuerzo para el encéfalo acabamos tirando de corazonadas eligiendo, sin más, lo que nos saca del apuro. El problema es que tomamos opciones permanentes basándonos en emociones temporales. Así, al elegir, escogemos con razones pero no por ellas. En cambio, decidiendo nos inclinamos por lo más racional. Ni da igual, ni es lo mismo.

Los niños eligen, y no deciden, porque satisfacen sus deseos con inmediatez instintiva. Los padres, tras sesudas reflexiones, decidimos lo mejor para los hijos. Pero nuestra prole, con buen criterio, elige lo que les da la gana. Vivimos en un país aconfesional, pero no laico. Es más sencillo elegir una religión que tramitar la decisión de apostatar. Estamos rodeados de creyentes sin fe y confesiones de credos absurdos. Pero los ateos somos pordioseros (todo lo hacemos por el dios Eros).

Una buena elección puede ser una mala decisión si se basa sólo en sentimientos. Los pequeños 'esligen' con quién se 'ajuntan'. Los mayores somos más de 'exlegir' si no acertamos. En psicología sabemos que es peor la frustración de la indecisión dubitativa que el malestar tras errar en lo decidido. Nos duele asumir la equivocación tras tomar una alternativa de consecuencias negativas. Pero la inacción que inmoviliza la elección nos culpabiliza como protagonistas de una inutilidad carente de iniciativa.

La publicidad nos ofrece la oportunidad de elegir entre una multitud de posibilidades. Pero los dueños del mercado ya han decidido por nosotros. Ellos aparentan diversidad y nosotros simulamos autonomía. Todos ganamos. Unos se enriquecen de carrerilla y los otros de boquilla. Llegan las noticias, en forma de opinión, para que elijamos el medio que nos informa. Pero sus propietarios ya han decidido lo que debemos pensar.

En los colegios e institutos se enseña mucho, pero para aprender hay que educar la habilidad de razonar con criterio propio. Seremos libres si pensamos con una perspectiva escéptica para decidir lo que queremos, sin elegir sobre lo que nos obligan. Parafraseando a Nelson Mandela, le recomiendo que sus decisiones reflejen sus reflexiones y no sus temores.

No sé si me conoce muy poco, o demasiado bien, y prefiere que no discutamos mientras desayunamos juntos antes de ir al colegio electoral

La política vive de elecciones, pero madura con decisiones. Nos señalan, a dedo, lo que debemos elegir, y así nos «deciden» lo que tenemos que votar. De este modo reducen la democracia a un mero recuento de apoyos. Al participar con una decisión, las urnas forman parte de nuestra disquisición. Si nos limitamos a elegir, renunciamos a decidir. Pensar la emoción, y sentir la razón, nos ayuda a ser parte de las ideas que defendemos.

Nos convendría saber que algo nuestro se quedará unos años en la papeleta que depositamos. Si lo vemos así en la mesa de votación, quizás seamos capaces de mimar con cariño el aterrizaje de ese decisivo sobre, junto al resto de envoltorios electorales.

La inteligencia artificial ayuda a tomar decisiones si contribuye a ponderar las variables que intervienen en cada proceso. El riesgo está en que nos acomodemos a seguir el rumbo del navegador virtual de turno, sin evaluar personalmente la información del mundo real. A este fenómeno le llamamos en psicología "sesgo de automatización".

Si adoptamos decisiones ficticias, basadas en programaciones de otros humanos, los pensamientos postizos serán los nuestros y encallaremos en la vida, tal y como le pasó al conductor que confió más en la seductora voz de su vehículo que en sus propios ojos.

Yo, por si acaso, me he acercado despacio, le he mirado a los botones fijamente, como si se los fuera a desabrochar con mi destornillador, uno a uno, con suavidad y dulzura nada artificial, y le he susurrado a su membrana de terciopelo digital: Alexa, ¿a quién voto?

Me ha dicho que es una decisión que debo tomar yo. Me recomienda que me informe ampliamente y no crea todo lo que se difunde. No sé si me conoce muy poco, o demasiado bien, y prefiere que no discutamos mientras desayunamos juntos antes de ir al colegio electoral. Es tan artificial que ese defecto es su virtud. Me ayuda a elegir pero no decide, de momento. O eso creo. Yo, ya he decidido lo que voy a votar, naturalmente.