Opinión | UN CARRUSEL EN EL VACÍO

En los nidos de antaño

De los “tíos” pasamos a los “primos” y de ellos a los “hermanos”, o “bros”, como también dicen mis alumnos actuales

Creatividad

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“España no hay más que una”, dice Leandro, uno de los ladrones de La estanquera de Vallecas, mientras escuchan un pasodoble, y le responde el otro, Tocho: “Es que si llega a haber dos se van todos pa’ la otra”. La célebre obra teatral de José Luis Alonso de Santos, estrenada en plena Transición (1981), se halla plagada de este tipo de guiños históricos que van descontextualizándose a medida que pasa el tiempo. La mayoría de mis alumnos ya no sonríen cuando la leemos en clase, y les son ajenas las expresiones que Justa, la estanquera, suelta con desparpajo: “oro del que cagó el moro”, “te las han dado con queso”. Me miran con expresión de extrañeza, interrogantes, y debo explicarles lo que significa cada una, extrañada yo también de que no les resulten familiares, como a mí. Yo se las he escuchado a mis padres, a mis abuelos, y las he incorporado con naturalidad a mi discurso. Pero tal vez no sea lo habitual en mi generación de treintañeros.

El otro día le comenté a un coetáneo, hablando de la universidad: “Me pasaré por allí, a ver qué se cuece”. Reaccionó divertido, diciéndome que hablo “como una señora de 1924”. Esto también me extrañó. Resulta comprensible que mis alumnos, a los cuales les saco quince años, como mínimo, encuentren ciertas diferencias en mi forma de hablar, pero el hecho de que dicha observación sea proferida por alguien de mi misma edad me genera muchas preguntas. De repente, me vi con unos pantalones acampanados y una camisa de flores profiriendo expresiones del tipo “la cagaste, Burt Lancaster”, “efectiviwonder”, “no te enteras, Contreras”… Lo cierto es que alguna de esa época, como “chachi piruli” o “dar un voltio”, las tengo tan asimiladas que no termino de percatarme de que, para mucha gente, resultan una antigualla. Si a esto le unimos mi gusto por la música de los sesenta, el resultado es fascinante.

Siempre he vivido un poco al margen de la sociedad, en lo referido a expresiones lingüísticas. Desde el colegio, mis contemporáneos repetían una y cien veces la muletilla “tío”, “tía”. Era casi como una forma de completar las frases, se añadía al final de todas, aunque no viniera a cuento. Yo nunca la he usado. De los “tíos” pasamos a los “primos” y de ellos a los “hermanos”, o “bros”, como también dicen mis alumnos actuales. Cada generación ha desarrollado preferencia por un miembro de la familia, según parece. Ahora se ponen a hablar y a veces siento que necesito una traducción, cuando tienen mucho hype por su nuevo crush, que es un chaval en plan random que conocieron por Insta, donde se dedican a shippear su perfil junto a su mejo –o meja–. Lo malo es que cada vez más gente de mi propia generación empieza a adoptar ese vocabulario. Y si ahora tengo treinta y tres, qué será de mí cuando tenga cincuenta. ¿Estaré totalmente desconectada de la realidad? Como diría Don Quijote, “ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.

Hace poco, conocí a una chica, amiga de una amiga, que, a modo de presentación, me preguntó “cuáles son mis pronombres”. Yo, que no comprendía nada y que debía de lucir una proverbial cara de tonta, miré a mi amiga para que me lo explicara, y esta encogió los hombros, a modo de disculpa, como si se avergonzara de mi ignorancia. La otra chica procedió a revelarme que, en los tiempos que corren, no hay que dar por hecho el género de nadie, ni su orientación, y que por eso lo más sensato es preguntar por “los pronombres”. Los míos, como soy cisgénero –es decir, mi género sexual está acorde a mi cuerpo–, son “ella” y “la”. Pero, si ese no fuera el caso, podrían haber sido “él” y “lo”, o incluso –y contra toda recomendación de la Real Academia–, “elle” y “le”. Entonces comprendí lo que significa que, en algunos perfiles de redes sociales, los usuarios escriban “she/her” bajo su nombre. Los pronombres, por supuesto.

No supe qué responder. En mi mundo casi decimonónico, si una persona transgénero quiere contarme que lo es, lo hace de forma más natural. Entiendo la reivindicación, pero no la normalización de la conducta de preguntar por los pronombres inmediatamente. Quiero decir que es muy respetable que lo hagan, pero nadie debería ofenderse porque yo desconozca la costumbre o no la practique, o porque siga sin practicarla, una vez que la conozco.

En un futuro, tal vez la gente que acaba de conocerse se pregunte por el nombre y por los pronombres y sea de lo más normal. Quizá para entonces el vocabulario de mis alumnos esté pasado de rosca y de los bros hayamos llegado a los nietos. Lo vemos con el lenguaje: España hay más de una; de hecho, hay una por cada generación.