Opinión | COMPRENSIÓN LECTORA

La cultura es una biblioteca

Es una realidad que no debería extrañarnos, a pesar de la propaganda oficialista: en España se lee poco y se lee mal

El edificio de la Biblioteca Nacional.

El edificio de la Biblioteca Nacional.

La excusa de la pandemia ha terminado por ser portentosa: tanto sirve para explicar el endeudamiento disparado del país como para justificar unos presupuestos manirrotos; tanto para las listas de espera en las Administraciones Públicas como para el exceso de mortalidad. El último ejemplo de lo que digo se dio el pasado martes, esta vez en clave educativa: el informe PIRLS 2021, que mide a nivel internacional la comprensión lectora de los alumnos de cuarto de primaria, ha constatado una nueva caída en los índices comparados de nuestros estudiantes, los cuales se sitúan por debajo de la media de la OCDE. Es una realidad que no debería extrañarnos, a pesar de la propaganda oficialista: en España se lee poco y se lee mal. No sólo en términos europeos, sino mundiales. El músculo lector de América del Norte y de un buen número de naciones asiáticas —Singapur, Japón, Corea del Sur— es también muy superior al nuestro. Y este déficit, lógicamente, no sale gratis. 

Nuestros colegiales han bajado siete puntos en su capacidad de comprensión lectora, dicen que por el confinamiento y el cierre de colegios durante la pandemia. Se trata de un argumento tan pobre como previsible, pero que difícilmente explica la magnitud de este atraso. Más interesante resulta subrayar que Inglaterra nos lleva ¡un año escolar de ventaja!; dicho de otro modo: al cumplir los diez, nuestros hijos ya han perdido como mínimo un curso académico con relación a los niños del Reino Unido, Irlanda, Singapur o Hong Kong. Y los especialistas saben que carencias de esta magnitud difícilmente se recuperan. Si nuestra inteligencia depende en gran medida de nuestras habilidades lingüísticas, leer con dificultad supone reducir nuestro campo de posibilidades de un modo muy significativo. No sólo perdemos capacidad de escritura y de expresión, sino que también las matemáticas se ven afectadas de forma considerable. Con el tiempo, el debate público se empobrece y el capital humano queda mermado. La extensión misma de nuestra cultura —su vigor— depende de la amplitud de nuestras lecturas. La cultura es, ante todo y sobre todo, una biblioteca. 

Singapur, que cuenta con el sistema educativo más exitoso del mundo, hace tiempo que lo supo ver y que apostó por convertirse en una nación de lectores. Reflejo de un gran consenso —que va de la patronal a los sindicatos, de la comunidad educativa a la sociedad civil—, las políticas favorables a la lectura permean un país que se ha especializado en el conocimiento y que ha hecho de la enseñanza de las matemáticas otra de sus grandes apuestas. No es un caso único, pero sí ejemplar. Y refleja el camino a seguir: dejarse de excusas (la pandemia, las pantallas, etc.); llegar a grandes consensos y construir el currículum sobre la lectura, las matemáticas y el conocimiento poderoso; contar con estándares y criterios claros; elevar la exigencia, olvidarse de guerras ideológicas y mirar hacia la gran cultura; abrir horizontes.

Nuestros alumnos no serán mejores de lo que permita su capacidad lectora. Tampoco nuestras escuelas. Las bibliotecas escolares han sido las grandes olvidadas, también el aprendizaje de la escritura de forma coherente y razonada; y ahora, cada vez más, el cultivo de la memoria. Se diría que sin memoria no hay comprensión lectora posible, pues es lo que nos permite conectar y entender. Volver a estos principios básicos nos evitaría muchos tropiezos.