Opinión | CALEIDOSCOPIO

García Márquez no tiene quien le escriba

Resulta cuando menos sorprendente que un Premio Nobel de Literatura, tan vinculado a Barcelona, cause problemas después de muerto cuando en vida no dio ninguno

García Márquez saluda tras recibir el premio Nobel de literatura en 1982

García Márquez saluda tras recibir el premio Nobel de literatura en 1982 / En Estocolmo 8 Gabriel García Márquez saluda tras recibir el Premio Nobel de Literatura en diciembre de 1982. García Márquez, en la ceremonia de entrega de los Premios Nobel en 1982.

Parece, por lo que leo, que el Ayuntamiento de Barcelona no consigue poner una placa a Gabriel García Márquez en el edificio en el que vivió entre los años 1969 y 1975 por la oposición de los vecinos a su intención. El argumento de éstos es que el lugar se va a llenar de curiosos y que ellos quieren tranquilidad.

Piénsese lo que se piense de la actitud de los vecinos de García Márquez en Barcelona, resulta cuando menos sorprendente que un Premio Nobel de Literatura, tan vinculado además a la capital catalana, cause problemas después de muerto cuando en vida no dio ninguno; al revés: siempre fue un hombre discreto tanto en Barcelona como en cualquiera otra de las ciudades en las que vivió y ello a pesar de su enorme popularidad, quizá la mayor de un escritor en el último siglo. Contra lo acostumbrado en muchos de sus colegas, Gabo, el autor de Cien años de soledad, quizá la novela cumbre del siglo XX y una de las principales de toda la historia, llevó su fama con discreción prodigándose cada vez menos a medida que su popularidad crecía y rechazando reconocimientos cuando consideró que ya había recibido muchos. Nada habitual, ya digo, entre sus colegas, a la mayoría de los cuales todos los reconocimientos les parecen pocos y la admiración que reciben nunca les es suficiente.

Si Gabriel García Márquez hubiera vivido para conocer la historia de la placa que el Ayuntamiento de Barcelona quiere ponerle y los vecinos de su antigua casa se niegan a aceptar estoy seguro de que se habría reído, incluso le habría inspirado un relato sobre la fama digno de los mejores suyos. Al fin y al cabo, Gabriel García Márquez todo lo que nos contó – lo dijo él mismo – fue lo que conoció y vivió y si lo llamaron realismo mágico es porque no le creyeron.

Realismo mágico es, pues, la controversia entre los vecinos de la calle Caponata nº 6 de Barcelona, que fue donde vivió el Premio Nobel, y ese ayuntamiento que no puede homenajear a uno de sus más ilustres porque a los actuales la memoria de la ciudad les importa poco, lo que quieren es no ver curiosos cerca. Pero, además de eso, da para reflexionar sobre la posteridad, ese sueño de tantos y tantas que al final se reduce a una placa de mármol o de latón en una fachada o en un recuerdo al borde de un parque o de una avenida. Al final, la fama es aquello que decía el poeta bilbaíno Gabriel Aresti: a escuchar en la pescadería a un pescadero que le dice a una cliente: “Vivo en la calle Gabriel Aresti nº 4 con mi familia y una cuñada”.

Eso es la posteridad. Y, sin embargo, muchas personas, del ámbito de la cultura, pero también de la política y de otros muchos, pierden la cabeza por ella y hacen lo que esté en su mano por conseguirla sin reparar en que con el tiempo sus placas envejecerán y quedarán reducidas a nombres cuyo significado nadie sabrá en muchos casos mientras que los de otros a los que nadie honró brillarán en las constelaciones de la memoria del mundo porque sobrevivieron al tiempo gracias a sus obras, no al recuerdo de una placa en una pared o en un libro de texto. Deberían saberlo esos vecinos barceloneses que se oponen a la que su ayuntamiento quiera honrar a García Márquez igual que todos debemos saber que todas las pompas son fúnebres, como afirmó el genial Julio Camba, cuya placa permanece en un rincón del restaurante de Madrid en el que comía a menudo sin que los clientes de hoy sepan ya quien era.