Opinión | UN CARRUSEL VACÍO

¿Es una lata el trabajar?

Tengo la absurda costumbre de despertarme siempre antes de que suene la alarma y desconectarla, para no escucharla

Trabajadoras en una oficina.

Trabajadoras en una oficina. / Shutterstock

El 1 de mayo de 1886, la policía estadounidense reprimió a base de disparos una multitudinaria manifestación en Chicago. Los manifestantes eran obreros de una fábrica que reclamaban una jornada laboral de ocho horas, en un momento en que los patrones exigían de doce a catorce horas de trabajo, llegando a veces a las dieciocho. La respuesta de la policía fue brutal; hubo dos muertos y varios heridos ese día, lo que provocó nuevas manifestaciones en los días posteriores que fueron reprimidas con una mayor violencia. El 4 de mayo, se llegaron a contar ochenta muertos y doscientos heridos. A finales de mes, solo algunas patronales aceptaron la reducción de la jornada laboral a ocho horas.

Tres años después, la Segunda Internacional, celebrada en París y organizada por asociaciones obreras socialistas y laboristas, declararon que, en lo sucesivo, el 1 de mayo se celebraría el Día Internacional de los Trabajadores como homenaje a las víctimas de 1886. Desde entonces, la celebración se ha mantenido. La vivíamos hace menos de una semana.

Mucha gente no conoce estos hechos. Los que tienen la suerte de poseer un empleo, disfrutan del día festivo y de la primavera que ya despliega su plumaje por el aire y por las esperanzas. Porque… sí, debemos considerarnos afortunados aquellos que trabajamos. El sueldo es necesario para vivir. Sin embargo, últimamente se me pasa a menudo por la cabeza que la vida solo adquiere un sentido completo en fines de semana o vacaciones. La paradoja consiste en que, para que existan las vacaciones, también tiene que existir la jornada laboral. Es así, no hay luz sin sombra.

De niña, mis veranos eran eternos. Me refiero a esa eternidad que solo puede alcanzarse durante la infancia. Días inmensos de sol y playa, parchís y piscina, helados, amigos de la urbanización, viajes en el coche reproduciendo una y otra vez aquel disco de Julio Iglesias que tanto le gusta a mi madre. Era la auténtica felicidad y no lo sabía. El problema de la felicidad es precisamente ese: que cuando está presente no somos conscientes de ella; solo cuando ya la hemos perdido como algo constante y nos debemos conformar con efímeras cápsulas ocasionales. La sensación de ausencia de responsabilidades, la seguridad de que alguien nos cuidaba y nos protegía frente al mundo, de que todo podía solucionarse y no dependía de nosotros… es irrecuperable. ¿Quién diablos querría crecer?

Tengo la absurda costumbre de despertarme siempre antes de que suene la alarma y desconectarla, para no escucharla"

Ese desamparo nos acompaña siempre en la edad adulta y brilla por las mañanas, cuando suena el despertador y es demasiado pronto y ni siquiera ha amanecido, pero debemos marcharnos al frío de la jornada laboral, que existe incluso en junio, porque es el mismo tipo de frío, más espiritual, que brota en los aeropuertos. Tengo la absurda costumbre de despertarme siempre antes de que suene la alarma y desconectarla, para no escucharla. Como si de esa forma la obligación fuera menor. Dejo el móvil bajo la almohada y me dedico a consultar la hora cada varios minutos para levantarme cuando toca. Se convierten estos en minutos de ansiedad, pero compensa no tener que escuchar el despertador. Dicen que los pesimistas tratamos de adelantarnos a los acontecimientos trágicos para asumirlos mejor y tal vez deba interpretar así mi manía de ser más rápida que la alarma.

Mi padre, que era todo lo contrario a una persona pesimista, solía cantar por las mañanas una canción de Luis Aguilé que a mí me parecía muy tonta y decía: "Es una lata el trabajar, / todos los días te tienes que levantar". Ahora creo que más lata resultaría el no tener trabajo, a no ser que fueras millonario y no lo necesitases. Me acuerdo siempre de una entrevista que le hicieron a Fernando Fernán-Gómez en la que declaraba: "Yo estoy muy capacitado para no hacer nada. No soy una de esas personas de las que dicen: ‘necesitan estar trabajando porque, si no, no se realizan’. Si yo hubiera sido heredero, habría estado perfectamente sin hacer nada". Hurra, don Fernando, por expresar en voz alta lo que muchos pensamos y a menudo no nos atrevemos a exteriorizar por miedo a que nos señalen y sentencien: "No tienes vocación". ¿No la tenía acaso Fernán-Gómez, uno de los mejores actores de nuestro cine?

Más allá de la vocación, sintámonos dichosos de vivir en un país en el que existen derechos laborales, logrados gracias a muchas personas que han sacrificado sus vidas a lo largo de la historia, y sigamos luchando para reducir desigualdades e injusticias, que todavía las hay –son tristemente habituales fuera del primer mundo– y para que todos podamos opinar que, en efecto, trabajar es una lata.