Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA

La vida más noble

Para saber de qué hablamos cuando hablamos de cultura y de educación, a veces conviene mirar hacia el pasado

Campo de concentración nazi.

Campo de concentración nazi.

Para saber de qué hablamos cuando hablamos de cultura y de educación, a veces conviene mirar hacia el pasado, no porque cualquier pasado sea mejor -aunque a veces sí-, sino porque la historia sirve para iluminar las pasiones humanas. Y la cultura constituye, indiscutiblemente, una de nuestras pasiones más nobles.

Pensemos, por ejemplo, en el pintor y escritor polaco J. Czapski, quien luchó como oficial en la II Guerra Mundial y, tras ser hecho prisionero por los soviéticos en el invierno de 1940, fue enviado al campo de Griazowietz, al noreste de Rusia. "La iglesia del convento -escribió en sus apuntes de aquellos años- estaba en ruinas, demolida con dinamita. Las salas estaban llenas de armazones, de literas apestadas de chinches, habitadas antes de nosotros por prisioneros finlandeses".

Allí, a pesar del gélido frío, y ante los retratos temibles de los padres del comunismo, unos cuantos oficiales se reunían para ofrecer a los demás presos una serie de conferencias. En aquel infierno se hacía necesario preservar un eco del paraíso que devolviera a la vida ese anhelo de humanidad que sólo puede proporcionar la cultura. "La historia del libro -leemos en el cuaderno de Czapski, que fue publicado posteriormente con el título Proust contra la decadencia (Ed. Siruela)- era contada con un raro sentido de evocación por un bibliófilo apasionado de Lwów, el doctor Ehrlich; la historia de Inglaterra y la historia de las migraciones de los pueblos fueron objeto de las conferencias del abate Kalil Kantak de Pinsk, exredactor de un periódico de Gdansk y gran admirador de Mallarmé; de la historia de la arquitectura nos hablaba el profesor Siennicki, profesor de la Escuela Politécnica de Varsovia, y fue el teniente Ostrowski, autor de un excelente libro sobre el alpinismo, y que había hecho numerosas ascensiones a los Tatras, al Cáucaso y a las Cordilleras, quien nos hablaba sobre América del Sur. Por lo que a mí se refiere, di una serie de conferencias sobre la pintura francesa y polaca, así como sobre la literatura francesa".

De los quince mil militares que pasaron por el campo de Griazowietz, apenas sobrevivieron unos centenares, entre ellos aquel joven oficial llamado Czapski. Czapski que, en la medianoche de la historia, pensaba en un mundo noble y culto que pensaba no volver a ver. Czapski que quería encontrar en el arte un indicio que le permitiera iluminar la conciencia. La suya ante el horror. Y la nuestra ante la vida.

La pasión por la cultura es el reflejo de una educación. No busca moralizar, aunque sea profundamente moral. No busca el jaleo ni el aplauso, sino un encuentro íntimo. No busca dominar, sino servir. Sabe que hay una vida mejor que la nuestra y no está dispuesto a abandonarla.

Es un mundo tocado, a la vez, por la gracia y por la profundidad, por lo aéreo y por la hondura. No es estético, aunque sí bello, verdadero. Otro preso, esta vez en un Gúlag, Pavel Florenski, recomendaba a su hija que educara a los nietos en un contacto continuo con el esplendor del arte y de la creación.

La consecuencia de recibir una educación forjada en los clásicos es la gratitud y el asombro, no el rencor ni la envidia. Aspira a la nobleza del alma y no a alimentarse de nuestras miserias. ¿Es así nuestra escuela de hoy? La respuesta invita, inevitablemente, a la melancolía.