Opinión | ANÁLISIS

¿Estamos ante la última oportunidad para renovar el CGPJ?

Al marcharse Casado y tomar el relevo Feijóo, éste abrió la puerta a la posibilidad de pactar pero se retractó enseguida, seguramente acuciado y presionado por quienes le hicieron ver los intereses que estaban en juego

El presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Rafael Mozo (c).

El presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Rafael Mozo (c). / EFE

Cuando se cumplen cuatro años y cuatro meses de bloqueo del Consejo General del Poder Judicial, que no ha sido posible renovar por la negativa sistemática del Partido Popular (la designación de vocales por las cámaras requiere mayoría de 3/5 de los parlamentarios, imposible de conseguir sin el acuerdo de los dos partidos mayoritarios), nos hemos embarcado en la recta final de la legislatura sin que haya visos de un cambio en las posiciones de las formaciones políticas. Como es conocido, al marcharse Casado y tomar el relevo Feijóo, éste abrió la puerta a la posibilidad de pactar pero se retractó enseguida, seguramente acuciado y presionado por quienes le hicieron ver los intereses que estaban en juego.

El PP podría pensar que, ya que se ha llegado hasta aquí, vale la pena aguantar hasta las elecciones, en la confianza de que los conservadores lleguen al poder. Con independencia de lo ruin que resulta acomodar los comportamientos políticos a la conveniencia propia en lugar de someterse al imperio de la ley, este razonamiento es absurdo porque si ahora el PSOE necesita el PP para cumplir el mandato de la Carta Magna, en esa hipótesis de que gobernase el PP sería este el que necesitaría el acuerdo del PSOE para idéntico objetivo. En definitiva, la mayoría cualificada fue introducida en la norma por los constituyentes para conseguir lo que hoy parece un imposible: la magnanimidad de los partidos políticos, que por una vez deberían hacer prevalecer el interés de Estado sobre el interés particular.

En este forcejeo interminable hay rehenes y víctimas. Los rehenes son los jueces de a pie, ya que la mayoría de ellos, profesionales dignos y celosos de la limpieza de su trascendental tarea, padecen el desprestigio general que alcanza a toda la institución judicial; con la particularidad de que una minoría de ellos compadrea con la clase política, acepta sin pudor la etiqueta correspondiente y se lucra de los beneficios que le proporciona su espuria lealtad. Las víctimas son los ciudadanos, atónitos ante el forcejeo partidario y oscuro que tiene lugar en el órgano de gobierno de los jueces, decepcionados por ciertos comportamientos y declaraciones que deslucen el relevante papel de la justicia, indignados por el uso indiscriminado de las puertas giratorias y dolorosamente hartos de comprobar cómo se viola el axioma que afirma que todos somos iguales ante la ley.

Casi desde el principio de este interminable bloqueo, la asociación judicial progresista Jueces para la Democracia pidió a los miembros del Consejo General del Poder Judicial que dimitieran de sus vocalías para forzar la renovación. La fórmula ya fue utilizada en el 1996, con Pascual Sala en la presidencia del CGPJ y del Tribunal Supremo, tras un retraso en la renovación de apenas unos meses. Dimitieron entonces seis vocales y el mensaje fue rápidamente entendido por los partidos, que cumplieron con su obligación. Pascual Sala, recientemente entrevistado, ha negado que, en contra de lo que se ha dicho, una medida drástica de este tipo genere responsabilidades administrativas o de otro tipo en los dimisionarios o en el presidente en funciones que acepte las dimisiones.

En la actualidad, serían necesarias ocho dimisiones para que no haya quórum en el Consejo. Y tras el anuncio de dimisión de la vocal progresista Concha Sáez, comunicada al presidente en funciones Rafael Mozo, de la misma tendencia, el grupo progresista —los dos mencionados, Clara Martínez de Careaga, Álvaro Cuesta y Pilar Sepúlveda— se reunieron el viernes pasado para meditar una fórmula de esta índole que se decidirá en bloque, si así se decide, este martes.

Ciertamente, la hipotética salida de estas personas no obligaría a la clausura del Consejo, ya que seguiría funcionando la comisión permanente, que maneja el día a día de la institución. Pero el bochorno de los políticos profesionales debería volverse insoportable, hasta el punto de que cesaran las resistencias a recuperar la normalidad. La Comisión Europea ya ha manifestado con claridad que es partidaria de un sistema de provisión del Consejo en el que tengan una mayor participación los propios jueces, pero ha afirmado también acto seguido que ahora lo inaplazable es renovar el órgano de gobierno a la mayor brevedad posible.

No tiene, pues, autoridad moral alguna el PP para mantener su endeble tesis de que estará dispuesto a negociar la renovación del Consejo cuando la izquierda acepte reformar el modelo. Este es un asunto que habrá que discutir, ya que en la derecha tampoco hay unanimidad: Rajoy estuvo a punto de hacerlo, a instancias de Ruiz Gallardón, cuando disponía de mayoría absoluta, y se desdijo a última hora.

Las dos grandes fuerzas políticas, teóricamente vertebradoras del sistema, tienen la última oportunidad de poner fin a esta deriva inconstitucional que enturbia la legalidad y sienta un precedente inquietante. La pelota está en el tejado de Feijóo, quien todavía ha de acreditar su categoría personal y su sentido del Estado. Sería una buena ocasión de afirmar ambos atributos.