Opinión | LA PLAZA Y EL PALACIO

Piedras para la paz

A cuento de la semana de tensiones vivida por el Gobierno, lo mejor sería que nuestros enfadados ministros y ministras y la mayoría del cuerpo legislativo dejaran los cañones aparte y, si acaso, atesoraran pequeños guijarros para lucir sus desencuentros

La vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, y la ministra de Igualdad, Irene Montero, abandonan el hemiciclo tras la votación en la que PP y PSOE votaron juntos para cambiar los delitos sexuales en el Código Penal.

La vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, y la ministra de Igualdad, Irene Montero, abandonan el hemiciclo tras la votación en la que PP y PSOE votaron juntos para cambiar los delitos sexuales en el Código Penal. / EFE/Mariscal

En este artículo usaré metáforas. Lo digo para que nadie se enfade. De hecho, usaré metáforas para tratar de evitar enfados. Ya sé que no están los tiempos para metáforas. Eso es lo malo: que cuando las metáforas andan mal de salud es cuando merece la pena rescatarlas del olvido. Pero así están las cosas. Malamente, que diría Rosalía. A lo que vamos: en ciertas zonas de la gélida frontera entre China y la India, en conflicto sobre su pertenencia soberana a estos gigantes demográficos, las tropas, siempre alerta, fueron desarmadas hace unos años o, mejor dicho, rearmadas con palos. En caso de enfrentamiento, esos garrotes pueden usarse. Las piedras también son legítimas. Es decir: los Estados Mayores suponen que acabarán por hacerse año, pero deciden minimizarlo. De hecho, a veces, se han liado a garrotazos y pedradas. Incluso, creo, ha habido algún muerto, algún héroe. Pero con fusiles o cañones, desde luego, el asunto hubiera ido a más. A muchos más héroes. El mal menor, pues. 

Y ya imagino a muchos lamentando que chinos e indios no sean capaces de firmar una paz perdurable. Otros, aún mejor intencionados, clamarán por el final de las fronteras y un único Gobierno. Claro. Aunque lo del único Gobierno me asusta: imaginemos que el único Gobierno del mundo fuera el chino o el indio. Pero, vale, me apunto a la paz perpetua. Mas no siendo posible por esto o aquello y pareciéndome una soberana estupidez competir por unos metros de helados pedregales, he de felicitar a quienes concibieron la idea. Se llama reformismo, creo. O resignación, esa santa virtud.

Viene esto a cuento de la semana de tensiones vivida por el Gobierno de España. No voy a glosar el fondo del debate, centrado en la reforma de la ley que con funesta costumbre denominamos sí es sí. Difícilmente es explicable sin considerar los desencuentros que entre los socios de Gobierno han venido multiplicándose en demasía desde hace muchos meses -aquí incluyo a un ministro que hubo que se llamaba, recuerdo, Garzón, cuyo paradero es actualmente dudoso-. Igualmente hubiera sido inimaginable sin la conversión de elementos abiertos al debate en argumentos cerrados, sobre los que es inútil intentar acuerdos, pues cualquier cesión no se tendrá por un paso positivo al consenso, sino inaceptable traición a los principios. Eso sólo es posible cuando se comparten los principios. Cuando se comparte una frontera pero se quiere ir algunos centímetros -o kilómetros- más allá. Pero para que ese desencuentro sea posible es preciso que crezca en un jardín donde la cuestión en disputa no sea sólo la evidente, sino que se avecine con otras susceptibles de construir esquemas de confrontación, suma de agravios inolvidables. Aquí la cuestión de la reforma de ley penal se ha agregado a otras riñas como la regulación de la transexualidad o la prostitución. La tormenta perfecta.

Cada movimiento tiene sus tiempos y su dialéctica: suele acaecer que de esas divergencias surgen buenas ideas

Estos días, algunas de las protagonistas han dicho barbaridades que sólo se explican cuando piensan que mejor tiro en ojo ajeno que pedrada en el propio. Y, sobre todo, que palabros dichos desde fuera del Gobierno ansiaban, ¡ya!, una guerra de verdad, precisamente porque intuían que de ella no saldría vivo ninguno de los sectores contendientes. Humano, demasiado humano. Pero ahora es posible que la crisis sea leída con unos ojos -quizá de tuertos y tuertas- que, a la vez, no pueden admitir que los logros del feminismo, tan inteligente y laboriosamente conseguidos, puedan saltar por los aires. Y aquí viene lo más curioso, o no.

Y es que, tras haber salvado con suficiente decoro las manifestaciones del día 8 de marzo, ha habido cantidad de opiniones criticando a la política como causante de este desasosiego y de tremendas bajas en las anteriores batallas. Ya podrían muchas voces haberse alzado antes pidiendo que, precisamente, UP y PSOE hubieran llegado a un acuerdo usando de la inteligencia política en vez de los ardores guerreros. De este hecho ha habido varios articulistas, gentes de progreso, que han deducido inmediatamente que, como es normal, usual y autoevidente, la culpa es de los políticos. ¡Faltaría más! También en esto la política y sus gentes son culpables, como de todo lo que no funciona como debería. Hacen una regla de tres tramposa para deducir que es el poder descarnado lo que ha conducido a feministas al enfrentamiento.

A mí me parece que eso dice muy poco de las feministas, acostumbradas a bregar con muchas amenazas y situaciones tensas. La verdad es que, quizá, en este caso, al menos hasta cierto punto, ha sido al revés: son las tensiones acumuladas en la sociedad civil, la rabia, los impulsos de asociaciones, la irrefrenable manía de encapsular la complejidad en la facilidad de los lemas prefabricados, y hasta tremendas antipatías personales, los que han desembocado en la imposibilidad de consenso político. Sea como sea, la antipolítica ha marcado un nuevo tanto. Y, una vez más, nos quedamos sin saber qué hubiera sido mejor que los intentos por acordar un texto en el Consejo de Ministros. Y es que la transferencia sin mesura entre las reglas del mundo de la vida y las propias de las instituciones no suele acabar bien.

También se ha repetido que es normal este tipo de colisiones, que a todos los movimientos sociales les sucede. Es cierto. Lo que ocurre es que algunos han aprendido a remediar sus penas a base de institucionalizar el mismo movimiento: no hay 1 de mayo conflictivo desde hace décadas porque CCOO y UGT afirman una unidad de acción muy beneficiosa para todos y todas. No así en el movimiento ecologista, donde también abundan las disparidades, o en el movimiento LGTBI, al menos en algunos lugares. Cada movimiento tiene sus tiempos y su dialéctica: suele acaecer que de esas divergencias surgen buenas ideas. Lo que es una mala idea es convertir estas en algo tan rígido que, en el momento de la mejor posibilidad de avance, la disputa llegue a paralizar al Gobierno.

Estoy convencido de que el movimiento feminista sabrá salir de esta, aunque tengo dudas sobre la solvencia de algunas de sus líderes. Pero eso me pasa en casi todos los ámbitos. Pase lo que pase finalmente, lo que todos debemos aprender es que el fin del bipartidismo -que también permite avances en la agenda feminista- exige un pensamiento más flexible donde las legítimas esperanzas y demandas se deben inscribir necesariamente en las esperanzas y demandas del bloque en el que cada fuerza está adscrito, le guste o no le guste.

Al fin y al cabo los avances sociales son reversibles, y pobre de quien lo olvide. Y al día siguiente de las elecciones te vas a encontrar en el mismo sitio que en el día de antes. O eso o la gran coalición o PP más Vox. Así que mejor que nuestros enfadados ministros y ministras y la mayoría del cuerpo legislativo dejen los cañones aparte y, si acaso, atesoren piedras, apenas pequeños guijarros para lucir sus desencuentros. O que pregunten en la Real Academia cómo se pone el acento en lo flexible.