Opinión | UNA IBICENCA FUERA DE IBIZA

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En India realicé un proyecto fotográfico con los niños que vivían en los barrios de chabolas de Benarés convencida de que sobraban fotos en el mundo de niños pobres fotografiados por blancos privilegiados y era urgente su punto de vista

Barrios de chabolas en Delhi.

Barrios de chabolas en Delhi. / Maribel Izcue

Falleció la madre de un amigo hace unas semanas y en el velatorio le ofrecí muy sinceramente a ayudarlo en lo que necesitara. Apenas dudó antes de contestar que a vaciar la casa. Por supuesto le dije que sí. Sin embargo, me escribió días después para decirme que creía que no haría falta, que “al final no había tantas cosas”. Cuando nos encontramos estos días para darnos un abrazo me fue narrando la logística más o menos así: los hijos se habían quedado alguna cosa que la abuela les había prometido; las tías estaban repasando la ropa para ver qué les servía; los hermanos se quedarían tal o cual mueble —pocos porque al fin y al cabo, ¿dónde los metes?—. Esa auditoría sobre qué tiene valor o valor sentimental. Del resto, algo se venderá en Wallapop y lo demás se donará. Y así es la vida —la nuestra—: los muertos se van con lo puesto y los que quedamos llenamos furgonetas y camiones.

Soy una asidua a los programas de decoración y reformas de televisión y sin embargo no puedo explicar la pereza absoluta que me provoca cada vez que un matrimonio a punto de tener un primer o un segundo hijo y con un gato se plantea comprar una casa de mínimo doscientos metros porque ya no les cabe la vida en la anterior de ciento cincuenta. “Con mucho espacio de almacenaje” y sótanos convertidos en depósitos repletos de abajo arriba de cajas etiquetando lo que esconden. Sí, lo confieso, soy de esas que al ver esas fastuosas lámparas de araña y las enormes vitrinas piensa “¿y todo esto, quién lo limpia?”. Me angustian las cosas —incluso ajenas—, no me dejan respirar.

Yo era ya así antes de vivir en India, se lo juro y hasta puede que haya más de vivir allí por lo que soy que ser por vivir. Lo que pasa es que ahora soy capaz de discernir cuánto de aquello me ha quedado irremediablemente grabado como un prisma con el que veo el mundo. ¡Que tengo otros! Pero ese, pesa. Que se me suma en la retina a los, por ejemplo, garajes para tres coches de la casa de doscientos metros de mis padres donde, sin embargo, los coches se aparcan en la calle porque no cabe un alfiler. “Si es que con todas las cosas que tengo ya y todos que me traéis cosas” protesta —pero poco— mi madre y yo le respondo que no tengo ni un llavero allí.

En India, entre otras aventuras, realicé un proyecto fotográfico con los niños que vivían en los slums (barrios de chabolas) de un suburbio cualquiera de Benarés convencida de que sobraban fotos en el mundo de niños pobres fotografiados por blancos privilegiados y era urgente su punto de vista. Ver el mundo desde sus prismas. Apenas alcancé a veinte niños. Cada uno contaba con una cámara instantánea y dos carretes con los que retratar en veinte fotos diez temas concretos. Nueve eran comunes: ‘yo’, ‘la familia’, ‘el mejor momento del día’, ‘algo o alguien a quien admiro’… Si parece complicado, agárrense, porque estos eran los temas fáciles. Luego sorteé otros exclusivos para cada uno como ‘odio’, ‘vergüenza’, ‘amor’…

Esa auditoría sobre qué tiene valor o valor sentimental

Dedicamos una semana solo a aprender a utilizar las cámaras —incluso antes de tenerlas— y que las fotografías, como las palabras, son una herramienta poderosa para contar una historia: la suya. Planificaron cuidadosamente cada uno de sus temas para que, llegado el día, cada niño supiera qué iba a fotografiar, cómo y cuándo. Por ejemplo, algunos llamaron a sus parientes de otros pueblos para que vinieran para su única foto de familia. Para otros, a pesar de ser muchos… solo su madre aparecía en aquella foto que representaba ‘familia’. Y mientras, mi familia.

Compré un pasaje a mi hija para que viniera diez días cargada de cámaras y carretes porque el envío de material electrónico hubiera sido económicamente inasumible y burocráticamente casi imposible y, sobre todo, porque nadie mejor que ella entendería y disfrutaría este proyecto.

Repartimos los niños en grupos por cada uno de los slums —o colonias— donde vivían, erigidas en terrenos ilegales donde un especulador que, sin ser el propietario, les cobraba un alquiler y autorizaba la construcción de cada nueva chabola de cañas y plásticos que levantaban entre todos sobre el suelo de tierra. A cambio, además de pagar una renta, estaban obligados a trabajar como recolectores de basura y si incumplían no tenía el más mínimo remordimiento en prenderle fuego, hubiera quien hubiera dentro.

Pero aquella primera mañana, el slum se volcó con sus pequeños fotógrafos. Nos recibieron agradecidos bajo el sol asfixiante con un Seven Up para mí y para mi hija, caliente y comprado entre todos. Además traían para mí, a saber de dónde, una silla de plástico reseco para que me sentara mientras todos los demás se sentaban —como dormían—, en el suelo. ¡Cómo rechazar semejante regalo! Así que me senté y bebí. A la mañana siguiente, empezamos de cero en otro slum con otro grupo de niños a kilómetros de distancia. Pero allí estaban, otras familias recibiéndonos con un Seven Up y la silla de plástico. No una igual… Sino la misma silla.

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