Opinión | LE FUMOIR

El callejón de los Olvidados

La generación del 36 es la última que ha cuidado a sus padres como manda la tradición de todo lugar donde la humanidad todavía pinta algo

Una fotografía tomada por Ana María Martínez Sagi durante la Guerra Civil Española.

Una fotografía tomada por Ana María Martínez Sagi durante la Guerra Civil Española. / IMAGEN CEDIDA

Se ha escrito mucho sobre la generación que hizo la guerra civil, con toda la dosis de crudo dolor, fratricidio, exilio y epopeya que ese trauma histórico supuso para aquellos a los que les tocó vivir el 36. Se le ha dedicado incluso una Ley de Memoria, de la que quizá hable otro día. Sin embargo, apenas se ha dedicado una línea de nuestros episodios nacionales a los hijos de aquel millón de muertos que calculó Gironella. Esa es la generación de mis padres, que, en tiempos de boomers, mileniales y centeniales, ni siquiera tiene nombre, y cuyo DNI va desde finales de los 30 a los primeros 50. Es, en cierto modo, una generación perdida y non-dita, una leva de cotizantes sin referencia alguna en la Wikipedia o la literatura, un arco humano que atraviesa la historia reciente de España, del refugio antiaéreo a la discoteca. A esa quinta que ha sido puente entre cataclismo y posmodernidad le cambiaron el decorado mientras se representaba la función de sus propias vidas. Se criaron en aquella España de “El florido pensil”, donde todavía coleaba la cartilla de racionamiento y se instruía en el nacionalcatolicismo. Como en una foto de Masats, aquellos niños de la Victoria intentaban tirarle un caño a un seminarista con sotana en el solar de aquel país en ruinas. A sus niñas todavía les escuecen los capones que las monjas les aplicaban con un anillo macizo en la cabeza, porque, entre las prisas y la pubertad culpable, no se habían santiguado como Dios manda al pasar por delante del Santísimo, en el pasillo de un colegio con olor a Zotal. Es la generación que, ya de merecer, escuchaba a Los Beatles sin hablar apenas inglés, y se metía mano con música de Adamo en versión no original. Cuando estaban decidiendo qué querían ser de mayores, vieron con alegría y estupor cómo el mundo se daba la vuelta, y de la tonsura pasamos al flequillo, de la franela a la pana, y del “Montañas nevadas” a la turra maoísta. De pronto, todo estaba permitido y todo era incógnita. Tras recibirse en la Facultad, con la palanca de un albedrío escaso de opciones de vida, como el de un anaquel de economato de la Polonia comunista, movieron a España a donde está hoy. Mi homenaje va para aquellos que no sacaron pecho de ucrónicas gestas que solo ocurrieron en el cuento que algunos recitaron sin palinodia, pues ni todos corrieron delante de los grises, ni todos estaban de copas en Bocaccio mientras Franco agonizaba, y no por ello eran peores. Para muchos, ya entonces era tarde para carreras que no fueran Derecho o Caminos. Casados y con su primer bebé a cuestas, su preocupación fundamental era sacar una oposición o llegar a fin de mes gracias a algún trabajito de muchas horas en una oficina con aroma a Ducados y tacatá de Olivetti.

Se criaron en aquella España de ‘El florido pensil’, donde todavía coleaba la cartilla de racionamiento y se instruía en el nacionalcatolicismo

Es la última generación que ha cuidado de sus padres como manda la tradición de todo lugar donde la humanidad todavía pinta algo; la que, con un ojo en nuestros abuelos, desfiguró las fronteras de ese país que es el pasado, para dibujar las del mundo nuevo que solo ellos imaginaban para sus hijos. Desbrozaron un manglar machete en mano para crear un remanso donde depositarnos, mientras su día a día se iba en pagar un Mini o una tele a plazos, buscar un colegio dizque inglés donde educarnos, y llevar las hombreras y la libreta de ahorros con la mayor dignidad posible en aquellos 80 que fueron, al tiempo, tierra ignota y Arcadia feliz.

Esta generación de posguerra se vio atrapada, por la Gracia de Dios, entre la guerra civil y los “25 años de Paz”, la mojigatería y la liberación sexual, el referéndum del 66 y el de 2017, el recuerdo pétreo del Imperio y la realidad acuosa de la globalización, y entre una infancia que pese a las estrecheces y lo que hoy les quieren hacer creer recuerdan dichosa, y una vida adulta de referencias desenfocadas en la que siempre tuvieron el paso cambiado en el chachachá que les tocó bailar. Son un ejemplo de sacrificio que merece todo nuestro reconocimiento, y, si no una ley o una plaza, si al menos dedicarles un callejón de los Olvidados que los recuerde, con una hornacina a la que podamos llevar flores frescas y eterna gratitud cuando ya no estén entre nosotros.