Opinión | ANÁLISIS

Ferrovial rompe la baraja

No es tolerable que la izquierda de la izquierda, más radical que su socio mayor, base su estrategia en la denigración del empresariado

El presidente de Ferrovial, Rafael del Pino.

El presidente de Ferrovial, Rafael del Pino. / EP

La mejor definición de democracia es la que la considera el mejor método político de resolución de conflictos. En esta clase de regímenes, basados en la pluralidad, en la diversidad y en la aceptación sistémica del otro, las controversias, la confrontación entre intereses y las diferencias políticas se resuelven a través de la dialéctica, enmarcada en un contrato social de tolerancia y de respeto, y en última instancia, a través del voto popular. Dicho esto, la experiencia demuestra que la democracia es inseparable del mercado; las utopías colectivistas, nunca consumadas del todo, murieron definitivamente al derribarse el Muro de Berlín en 1989. Hoy, toda la izquierda significativa de occidente es más o menos socialdemócrata, es decir, propone una gestión igualitaria y compasiva del capitalismo, basada en un sistema fiscal progresivo que asegure el mantenimiento de un estado de bienestar que acoja a todos. Fuera de este ámbito, solo hay radicalismo inútil.

La Constitución de 1978 se basa en estos criterios. De hecho, Santiago Carrillo, que contribuyó decisivamente a legitimar aquel consenso fundacional, había enterrado en el eurocomunismo la ineficiente dictadura del proletariado y, de forma tácita, ya entendía que el ideal de la izquierda democrática consistía en integrar a todo el mundo en una sociedad abierta y solidaria.

En este marco constitucional, el Estado se reserva la organización social y en economía renuncia a tareas productivas y se ocupa de preservar la competencia, a arbitrar el pacto social y a defender a los consumidores. La actividad económica está en manos de empresarios y trabajadores, que acuerdan sus relaciones mediante la negociación colectiva. Resulta por lo tanto pueril y contraproducente resumir este binomio en una pugna permanente entre buenos y malos. Habrá sin duda empresarios avarientos y explotadores, pero la realidad contrastable es que el emprendedor actúa las más de las veces con elevado sentido social y concibe la empresa como el escenario colectivo de la realización de todos los partícipes.

Desde el comienzo de la actual coalición de gobierno, Unidas Podemos ha tenido gran cuidado en diferenciarse del PSOE. Es hasta cierto punto razonable que así sea, ya que en el socialismo democrático hay grados, pero no es tolerable que la izquierda de la izquierda, más radical que su socio mayor, base su estrategia en la denigración del empresariado.

Cuando todavía resuenan ciertas críticas, básicamente injustas, a emprendedores que han creado decenas de miles de puestos de trabajo, Ferrovial, cuyo mayor accionista es la familia Del Pino, ha decidido trasladar su sede central a Países Bajos.

Las razones de ello son controvertidas y seguramente complejas: Holanda es considerada por algunos un paraíso fiscal porque, aunque con tipos del IS semejantes a los nuestros, da un tratamiento benigno a las participadas, en tanto la bolsa de Ámsterdam es actualmente la mejor plataforma para dar el salto a los Estados Unidos, que es donde Ferrovial quiere centrarse. Ya en 2015, con Rajoy en el gobierno, se constituía Ferrovial Internacional en Holanda, que concentraba el 85% de la actividad, con lo que solo quedaba en Madrid la gestión en España. En el momento actual, el 89% del valor de Ferrovial está en América del Norte (Estados Unidos y Canadá), el 7% en el Reino Unido, el 5% en España y el 3% en Polonia.

El beneficio que Ferrovial obtendrá del traslado es discutible, lo que sugiere que la medida se debe a motivos, digamos, ambientales. La racionalidad económica, que es inflexible y que provocó la deserción de miles de empresas tras el ‘procés’ catalán, actúa también ahora ante un clima que bastantes empresarios consideran hostil. Rafael del Pino, conocido por su carácter duro, ha considerado injusto este clima, y argumentando algunas carencias de nuestro modelo —en España existe un límite al beneficio de las concesiones del 3%, que paraliza en la práctica la colaboración público privada—, ha decidido romper la baraja, valiéndose de la existencia del mercado único europeo y de la trasnacionalidad de las multinacionales. Este mismo fin de semana, el Financial Times informaba que la tecnológica Arms, de SoftBank, y el grupo de construcción CRH dejaban su sede londinense para trasladarse a NY. Los movimientos son diarios, y debemos acostumbrarnos a ellos.

Con todo, en el cambio de residencia de Ferrovial interviene un elemento clave que debería ser ponderado: el patriotismo. Es innegable que esta defección es un mazazo sobre el atractivo español que afecta a las inversiones, que por cierto crecieron el 87,7% en el primer semestre de 2022, y sobre el prestigio de nuestro sistema económico. Se podría argumentar ante Rafael del Pino cierto deber moral de contribuir a sostener las columnas de su propio país. Pero para ello, sería deseable que los partidos y los gobiernos —este y los que puedan venir a continuación— tengan en cuenta determinadas demandas empresariales —planes de inversión pública, mejor tratamiento de las concesiones, reconocimiento social— que realcen el prestigio de los empresarios y faciliten de forma paccionada una complicidad más intensa y permanente entre el interés privado y el público.