Opinión | A VUELAPLUMA

El poema y la catástrofe

La catástrofe la vemos cada día. Tiene altavoces. El poema hay que buscarlo: en las sonrisas, en el humor que aligera el alma y en la vida que no pesa

Juicio del caso Kitchen

Juicio del caso Kitchen / EPE

El humor más auténtico enjuga lágrimas, es una válvula de escape del dolor y un disolvente de cualquier tentación de importancia. Para mí el humor es femenino. Aprendí algo de eso con mis tías manchegas. Ellos eran más severos y recios. Ellas tenían la retranca que curaba penas. Incluso en los momentos más difíciles. Estuve hace demasiado poco en un funeral. Mi tía ya casi no puede moverse. Y le cuesta hablar. Hay que esforzarse para oírla. La vida es una mierda, dice después de las lágrimas. Así, seca y directa. No sé qué hacemos aquí ya tan viejos, suelta rodeada de unos cuantos. Esperar. Uno detrás de otro. Estamos en cola. Y remata: no me reconozco la voz, se me ha puesto voz de muñeca. Así recordé que el humor es cosa seria. Que no hay mejor bálsamo en los peores momentos ni mejor antídoto contra la trascendencia que reírse de uno mismo. Y de todos. La sonrisa hace que la vida no pese tanto. La risa es un poema en la catástrofe.

En semanas tan de colmillo retorcido como esta se ve más claro que la vida invisible es la verdadera, la del poema, la que discurre en los márgenes y decide las elecciones, aunque no pesa (y no importa). Pesan las broncas entre el dinero y la política. Ahora es Ferrovial y es difícil pensar que no hay motivos políticos en una decisión tan radical como el exilio. Pesan los garrotazos que se da la prensa de uno y otro lado ideológico a cuenta de cómo dan una y otra el último caso de corrupción.

¿Qué pesa más: el caso canario de maletas de dinero y personajes de opereta o la basura de Estado que se cocinaba en Kitchen? Pesa el pillaje del mediador socialista y las fotografías de noches zafias de casposos (y presuntos) representantes públicos. Pero pesan mucho más los mensajes que revelan una cúpula judicial firmemente ensamblada con el poder político, síntoma de una democracia enferma. Si no se puede hablar de democracia fallida es porque estamos hablando ahora de estas conexiones y porque no creo que el panorama dañino que se observa en las cimas de las estructuras esté también en sus faldas. No es esa al menos la vida que se observa en las calles. Ni en las empresas que esta mañana levantaron la persiana ni en los tribunales ordinarios de justicia. Pero lo que vemos estos días es una tentación demasiado grosera de los altos mandos de la justicia y el empresariado de jugar a la política, de ayudar a quitar y poner gobiernos, de proteger a unos (los de siempre) y enfangar a otros (los de nunca), incluidos periodistas molestos. Lo que vemos son unos poderes que quieren ser intocables, los de siempre, todopoderosos, capaces de todo e inmunes a casi todo. Pero lo que refleja también el mundo de hoy es que ya no hay intocables, aunque lo intenten. Estamos desconcertados como esos seres minúsculos de los cuadros de Genovés. Posiblemente estamos en un momento de choque de placas tectónicas entre dos mundos, y no sé quién dijo que la naturaleza está siempre a medio camino entre el poema y la catástrofe.

La catástrofe la vemos cada día. Tiene altavoces. El poema hay que buscarlo: en las sonrisas, en el humor que aligera el alma y en la vida que no pesa.

El verso está en una pareja muy joven y vestida como quien tiene poco que espera de buena mañana en la parada del autobús junto al carro de su bebé. Están callados y serios, apoyados uno sobre el otro para compartir el calor. Tienen demasiados problemas encima como para pensar en el futuro.

La rima está en una madre y una hija adolescente que se paran en medio del paso de cebra y la casi aún niña sonríe al sacar el móvil y retratar el atardecer rojo de un día frío de invierno. Ser feliz no debe de ser tan complicado parece que quieren decir.

El ritmo y la música están en el tipo que recoge las sillas y enrolla el cable del micrófono tras la conferencia del día. Hace diez años que dedica sus tardes a la asociación por nada, por sentir que no está solo y creer que los gestos pequeños construyen un mundo mejor antes que las grandes palabras. Por compartir una sonrisa antes de irse solo a casa. El poema no pesa, pero es más real, aunque tú no lo sepas, que la catástrofe que espera en el televisor o en el móvil.