Opinión | PROBLEMA GENERACIONAL

Jóvenes y salud mental

El problema que afecta a la salud mental de los jóvenes es multifactorial y ante este no sirve buscar una solución simple

Instituto de Sallent.

Instituto de Sallent. / ÁLEX GUERRERO MAESTRE

El impacto de la pandemia en niños, adolescentes y jóvenes ha hecho aflorar la huella que están dejando en la salud mental de esta generación sus vulnerabilidades, inseguridades, miedos y conflictos. El porcentaje de personas entre 15 y 29 años que declara sufrir problemas psicológicos se ha multiplicado por cuatro entre 2019 y 2022, según las fundaciones FAD y Pfizer.

Diversos indicadores, desde la tragedia extrema de los suicidios o intentos de suicidio hasta las demandas de atención especializada o la incidencia de trastornos alimentarios, emitían señales preocupantes alertando de un malestar de base explicable en muchos casos por situaciones de precariedad económica, residencial o incluso alimentaria. El trauma del covid ha marcado nuestro tiempo y ha extremado todas estas heridas hasta el punto de que el Consejo Interterritorial de Salud se vio obligado a replantear la estrategia de salud mental el año pasado, comprometiéndose a aumentar los recursos. Lamentablemente, esa promesa no se ha hecho realidad ni en el sistema sanitario ni en el educativo

Es inaceptable que los centros educativos se sientan desbordados ante situaciones de riesgo de suicidio

Informar y sensibilizar sobre este problema de dimensiones epidémicas es una obligación que deben asumir los medios. Nada tiene esto de apocalíptico ni de irresponsable. Algo de eso hay, en cambio, en el comportamiento de quienes solo alzan la voz ante hechos que nos golpean en lo más profundo -como lo sucedido en la localidad catalana de Sallent- y que lo hacen sin la prudencia que exigen situaciones que pueden tener explicaciones complejas y múltiples.

Ver solo la relación de los jóvenes con las redes sociales como raíz del problema y plantear -por ejemplo- la prohibición de los móviles en el entorno escolar como solución es desoladoramente simplista. Quizá un adolescente conectado permanentemente con su grupo de amistades a través de una pantalla sufra menos la incomunicación que otro aislado y señalado en el rincón de un patio escolar como ya sucedía en otros tiempos que algunos añoran acríticamente. 

El problema es multifactorial, por no decir desbordante. Desde la erosión de las expectativas de futuro a la presión que ejercen en los adolescentes modelos estéticos y de comportamiento ampliados en las redes sociales. Una creciente hostilidad y acoso hacia la pluralidad de físicos, roles de género, orígenes e ideologías, así como la falta de escucha y acompañamiento desde la escuela y la familia tampoco ayudan. Las respuestas deben ser múltiples.

Para empezar hay que saber qué está sucediendo fuera del radar de los adultos, a través de la investigación social y de la comunicación intergeneracional y conviene revisar el papel de familias y docentes como educadores activos. Si no se empieza al menos por eso, todos los esfuerzos por tratar los rotos en tantas vidas serán inútiles.

Tampoco podemos aceptar que, allí donde todo falla, no existan recursos, ni que los centros educativos se sientan desbordados y sin herramientas o que la atención en salud mental solo llegue -y de forma dramáticamente insuficiente- a los casos de auténtica emergencia y no a la prevención necesaria para evitar que deriven en situaciones extremas.