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Gómez-Jurado y el miedo a la política espectáculo

Juan Gómez-Jurado.

Juan Gómez-Jurado.

 “No me gusta nada de lo que veo”. El escritor Juan Gómez-Jurado había ido al programa de Risto a promocionar su nuevo libro, y respondía así a la Temida Pregunta; la pregunta que aterroriza a escritoras, cantantes y actores y, en general todo aquel que está promocionando algo. El resto de la entrevista -a menudo pactado así por los agentes- es un paseo. Nadie le va a preguntar al promocionante si sus obras no empiezan a repetirse ya un poco o qué piensa del cuasi monopolio de las empresas de venta de entradas en conciertos. No. La parte cultural debe ser jabonosa, un banquete promocional en el que, como en aquel número de La bella y la bestia, los cámaras, el público y hasta los objetos de la mesa forman corros de baile enloquecidos al grito de qué festín, qué festín.

Luego las luces se encienden y el periodista, que es el que paga la cuenta, aprovecha que el promocionante está ebrio de sí para hacer la temida pregunta, la que hará que alguien vea la entrevista, la de política: “¿Qué partido político crees que tiene mejor narrativa ahora mismo?”. Risto no disparó a bocajarro porque Gómez-Jurado, uno de los autores españoles que más vende, no hubiera entrado a una pregunta más directa. Aunque tampoco entró a esta. “Es terrible cómo hemos convertido la política, el Congreso, en esto de aquí —señala el plató—. Con todos los respetos, eh. Esto es un plató de televisión, donde se intenta divertir a la audiencia, entretener, y pelearnos entre nosotros de una forma que sea divertida, que al final todo es mentira. Pero cuando ellos imitan eso, los que tenían que hacer servicio público y en lugar de eso están generando espectáculo para sus propios intereses, cuando ellos están copiando lo mismo, se están comportando de una forma deleznable. Así que no, no me gusta nada de lo que veo.”

A Risto le importa tres que para darle una hostia a la política él se haya llevado otra de rondón y pide un aplauso para el escritor, al que todavía le dura la cara de festín. Tanto le duró que quiso prolongar el banquete en tuiter, compartiendo su momento de altura, pero le cayeron golpes por equidistante, y tuvo que borrar y poner otros tuits explicando que él es de pagar impuestos, de sanidad y educación públicas y de la cultura (aunque, aclaró, no de las subvenciones: una ocasión perdida para que Risto le preguntara entonces qué piensa del IVA superreducido de los libros).

Es una lástima que a los artistas no se les pregunte nada de política cultural, de la que sí deben saber más, sino de política a secas, y casi siempre con la intención de que pisen algún charco que haga digerible el pasteleo promocional. Fuera de eso, lo que me interesa de las declaraciones de Gómez-Jurado no es la equidistancia, sino el vehículo que encontró para ella. Y es que las críticas a la política espectáculo —demos por bueno el nombre— a menudo esconden una mirada pacata y elitista.

En democracia solo hemos tenido un presidente del que podría decirse que era un intelectual. Leopoldo Calvo Sotelo era un hombre culto, hablaba fluidamente inglés, francés, italiano, alemán y portugués; y hasta tocaba el piano. El sueño húmedo de cualquier hater de la política espectáculo. Cuentan que en la campaña del 82, después de los mítines, en el equipo del candidato de UCD unos preguntaban: «¿qué tal ha ido?» Y otros respondían: “ya sabes, los cinco lobitos”. Esa expresión significaba que el candidato, para saludar, se había limitado a agitar la mano abierta, porque no le gustaba andar dándole la mano a los asistentes. La política es otra cosa que dar la mano, pensaba Calvo Sotelo. En el otro extremo del arco, está el Julio Anguita de «programa, programa, programa», que se enorgullecía de haberle prohibido los selfis a sus fieles. Y cuando aun así alguno se lo pedía: «yo le respondo que se puede guardar ese voto en el culo. Yo no cambio un voto por una foto. ¡La política no es un teatrillo!» decía Anguita.

Naturalmente que los discretos resultados de ambos políticos no se debieron a exclusivamente a su oposición a los apretones de mano y las fotos (aunque no ayudó que a Felipe González se le dieran tan bien), pero su visión de qué sí o qué no debía ser la política revelaba un preocupante desconocimiento de los mecanismos de su profesión, de los procesos de identificación y de construcción de comunidad, y de la economía de la atención. La política no debe ser solo un teatrillo, pero sí puede ser además un teatrillo. Posiciones como esta a menudo se amparan en una división platónica entre el mundo de las ideas y el de los sentimientos. Como si fuera más fiable votar por la sagrada letra escrita en un programa que por las emociones que nos suscita un partido, o por la distinción intelectual de un político antes que por el feeling que transmite.

No me extrañaría nada encontrar a Gómez Jurado, bajo el edredón, viendo en bucle un video de la última bronca en el Senado entre Sánchez y Feijóo. Porque lo más alucinante de todo es que los ciudadanos que queremos un debate sosegado y los que luego clicamos en «El zasca de Rufián que incendia Twitter» somos los mismos. La política es un festín y en los festines de verdad se come de todo.