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Las Navidades o el arte de hacer todos lo mismo

Estas fiestas nos obligan a sincronizarnos; como un domingo de los de antes, en los que todo cerraba y la gente solo iba a misa y paseaba, pero a mayor escala

Colas frente a Doña Manolita, en Madrid

Colas frente a Doña Manolita, en Madrid / EFE

Hay algo particularmente emocionante en estas Navidades: no hace frío —quizás nunca vuelva a hacerlo—, pero la gente va por las calles militantemente abrigada. Es el tradicional desfile de guantes gruesos, gorros con borla y bufandas anudadas… pero que este año cubren a gente sudando, gente achicharrada, gente que daría lo que fuera por una manguita corta. Sin embargo, salvo a algún guiri ostentoso, a nadie se le ocurriría ponérsela, porque en España en Navidades hace frío, y si ya no lo hace, lo simulamos para que no se pierda el espíritu. He visto gente en las colas de doña Manolita resoplar y castañetear los dientes durante horas solo por generar acústica navideña. Y a madres diciéndoles a sus hijas que en cuanto termine Cortylandia, arreando para casa por no coger frío: la pequeña no entiende nada, pero la mayor, que ya está en el ajo, exagera su interpretación “uy, qué frío tengo, ¿tú no lo notas, Julita, hace muuuucho frío…?”. Si las Navidades ya escondían en su interior un bello simulacro, qué nos cuesta sumarle otro. Esa es la clave de su éxito: una escenificación colectiva.

Las Navidades nos obligan a sincronizarnos; como un domingo de los de antes, en los que todo cerraba y la gente solo iba a misa y paseaba, pero a mayor escala. Decimos que son una tradición religiosa, una rito familiar, una fiesta para los niños, pero más que tradición, rito o fiesta, las Navidades son sobre todo un tema de conversación, quizás el más sublime jamás visto, porque no hay manera de sortearlo. Hablamos de ellas antes, durante y después de las propias Navidades, y los opositores, que los hay y muchos, con sus invectivas antinavideñas no consiguen más que agrandar su impronta de opresión irresistible.

La Navidad son lo opuesto al verano, y no es una cuestión de simple calendario. El verano se ofrece siempre como un sinfín de posibilidades: uno puede irse con amigos, en familia o a encontrarse a sí mismo a la India. Puedes hacer rafting, cola en los baños de un festival o echarte la siesta mientras tus hijos se aburren en un campamento urbano. Todo vale. Pero ese mismo impulso liberador es el que hace del verano el peor tema de conversación del mundo: un sinfín de monólogos ensimismados y fotos inexpresivas que termina de disparar la depresión posvacacional. Yo, la primera semana de septiembre, intento no ver a nadie, no vaya a ser que me cuente su verano o, aun peor, sienta yo la tentación de explicarle el mío. El verano parece que lo cambia todo y en realidad no cambia nada. Por no dejar, no deja ni un meme bueno. Y eso debería hacernos reflexionar.

La gente desaparece el 23 de la oficina y, cuando vuelve unos días después, es una persona completamente diferente

Ah, nada que ver con las Navidades. La gente desaparece el 23 de la oficina y, cuando vuelve unos días después, es una persona completamente diferente. No vuelve de coger un zeppelin para sobrevolar el Amazonas, pero viene de un sitio mucho más interesante: el centro de la tierra. Viene de asomarse al abismo de su ser: de verse reflejado en la cara de su madre o de proyectarse en un pobre sobrino, viene de entender por qué es una mierda de persona o de creerse mejor que el resto, viene de abrazar a extraños y apuñalar a propios y todo en apenas un par de días. Muy mal se tiene que dar la Nochebuena para que no haya habido al menos un secreto derramado por culpa del alcohol, una reconciliación a deshoras o una falsa epifanía frente a un festín individual (porque ya sabemos que la de a uno es una forma de familia como cualquier otra).

Las Navidades comprimen el tiempo, nos encadenan para que podamos compararnos y nos sirven de avituallamiento para ese erial de ritos que son los tristes meses de enero, febrero y marzo. Hay años que las he celebrado y otros que las he maldecido, pero me interesan todas vuestras Navidades porque todas son de algún modo la mía; porque cada familia, con sus purgatorios y paraísos, siempre es elogio o refutación de otra familia. Y eso, te pongas como te pongas, da mucha vidilla.

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