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Ir con el que pierde

El fracaso como aprendizaje es un privilegio, un lujo al alcance de pocos

Cristiano Ronaldo lamenta la eliminación de Portugal en el Mundial de Qatar.

Cristiano Ronaldo lamenta la eliminación de Portugal en el Mundial de Qatar. / EFE

A mi madre nunca le ha gustado ver el fútbol porque dice que sufre demasiado por los que van perdiendo. A fuerza de oírselo repetir, me acabé haciendo un poco de su equipo: el que vaya perdiendo. Mi padre, en cambio, era un hincha desganado del Madrid. Lo defendía con tal desapasionamiento que también me acabé haciendo un poco del Madrid. De lo difícil que puede ser para algún hijo conciliar las enseñanzas maternas y las paternas hablaremos en profundidad otro día, pero sirva como adelanto el extraño espectador de fútbol en el que me convirtieron: uno que va con el Madrid mientras pierde, es decir, hasta el minuto 85, para luego apoyar al contrario. ¿Y cuando no juega el Madrid? Mi corazón está más pendiente del resultado que de otra cosa y, en esos partidos en los que se encadenan remontadas, me vuelvo una gallinita ciega y desnortada, o peor, un chaquetero, un tránsfuga, un traidor. Los sentimientos cambiantes tienen muy mala prensa; incluso cuando, como en mi caso, es por lealtad a una idea: dolerme con el que sufre. De nada sirve que intente repetirme la letanía de que son millonarios malcriados: ver a un futbolista llorar, me destroza.

A nadie se le escapa que la enseñanza futbolística de esa mujer que ni siquiera se sentaba a ver el fútbol no era, en realidad, futbolística. Sino política. Hay una novela maravillosa que, con cariño, parodia esta querencia de la izquierda por la derrota y el dolerse. Historia del llanto, del escritor argentino Alan Pauls, tiene como protagonista a un niño que empatiza mucho, demasiado, con todas las causas y personas. Y es importante el «con cariño» porque por supuesto hay algo loable en defender a los derrotados. El problema viene cuando eso se convierte en una cultura de la derrota.

Pasa algo parecido con el fracaso. Qué necesario es entenderse con él, como ese poema de Beckett, Rumbo a peor, que Elon Musk y otros emprendedores del montón han reconvertido tristemente en lema motivacional: «Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez». Es interesante que Beckett se haya convertido en un territorio en disputa: donde han leído una reflexión sobre lo inevitable del fracaso, otros quieren ver ahora un canto a la autosuperación.

Cada cierto tiempo alguien recupera en redes sociales las declaraciones que dio Susan Sarandon en 2012, durante la promoción de la película El fraude: «Tienes que fracasar. Tienes que cometer cuantos más errores mejor. Es la manera de encontrar tu voz, de saber lo que quieres y lo que eres». Es fácil estar de acuerdo con lo que dice aquí Sarandon. Pero también es fácil ver que hay una cierta romantización en sus palabras. Dicho de otra forma, el fracaso como aprendizaje es un privilegio, un lujo al alcance de pocos. Para la mayoría, es un leñazo del que a lo mejor no te levantas y del que, en caso de hacerlo, dudosamente saldrá mejor y fortalecido, sino lleno de deudas y legítimos rencores. Que la firme convicción de no estigmatizarlo, no nos lleve tampoco a esconder su profunda indeseabilidad.

Ir con el que pierde está muy bien. Ir, por sistema, con el que pierde solo pueden permitírselo los ricos. El resto necesitamos ganar alguna vez.