Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Razón y rabia de las despedidas

Mi mayor preocupación en la vida es no saber abrazar a aquellos a los que quiero y he querido, y por eso tenía tan presente que debía escribir de una vez por qué soy incapaz del desdén que habita en nuestro interior y que se llama olvido

El poeta y marido de Almudena Grandes, Luis García Montero, deposita un ejemplar de su libro 'Completamente viernes: 1994-1997' en su nicho

El poeta y marido de Almudena Grandes, Luis García Montero, deposita un ejemplar de su libro 'Completamente viernes: 1994-1997' en su nicho / EFE/ Fernando Villar

Desde el uso de razón se tiene conciencia de la muerte, una dentellada, un vacío, el estupor. A lo largo de los años, cuando ya todo se sabe, no acaba de diluirse el primer impacto de la noticia, y luego la vida sigue, y continúa diciéndote se acabó una y otra vez, y una y otra vez los impactos te alcanzan más de cerca, hasta que uno a uno van llegándote adonde tú estás, o muy cerca.

Por el trabajo que elegí, pues el azar puede más que la edad, me ha tocado conocer, aparte de a mis parientes cercanos, tan lógicos y tan gozosamente imponderables, a personas que han tenido que ver con el periodismo, las artes o la literatura, y en algún momento, además, tuve que estar muy cerca de ellos incluso hasta la muerte.

El oficio de editor, que fue mi segundo trabajo, me hizo amigo o conocido de escritores o de colegas, y la edad o el accidente los fueron separando de los vivos con distintos grados de lamento o de tristeza, pero siempre como si no fueran distintas las clases de puñales los que llevan guardados el azar o la naturaleza para que unos tras otros hayan dejado atrás las diversas maneras del adiós.

En los últimos años, y no sólo porque la vida vaya dando aún más avisos propios, pues la pandemia, por ejemplo, ha ido repartiendo mandobles que se parecen a aquellos hachazos de los que hablaba César Vallejo para referirse a la muerte, hemos ido perdiendo en los distintos oficios a gente muy principal en nuestros afectos, y no sé por qué hoy vinieron a mi mente y a mi alma algunas de esas pérdidas.

Como al azar, igual que el amor u otras circunstancias, unos nombres y otros entraron en sucesión, y no quiero que se me pase la ocasión de recordarlos, pues muchas veces uno no se acuerda o se acuerda mal de ciertos nombres propios que una vez y otra se acercan a un oído misterioso que tenemos y que es el que nos previene contra el olvido.

Sucede en mi caso desde hace tiempo: sé de alguien que enferma o se duele, y ya no puedo dejar de recordarlo, como si esta memoria le fuera a aliviar de un futuro malo o inesperado. Recuerdo, entre esas desapariciones que fueron anunciándose y fueron viniendo luego, como la confirmación de un chispazo que el propio amigo fue adelantando, la enfermedad, el agravamiento y luego la muerte de Juan García Hortelano, en la primera de 1992, mientras yo era enviado especial a la Expo de Sevilla. Él había contraído un agravamiento de su enfermedad pulmonar, nos fue diciendo a los amigos en qué consistían sus síntomas, llegamos a conocer a su médico, el doctor que lo había asistido en la operación más grave, y cuando el agravamiento ya era irreversible, después de pocos años de esperanza, nos decíamos los amigos en qué estado estaba Juan, con quien tanto queríamos. Un día de abril, pues, llamé a su casa desde el aeropuerto de Sevilla, y allí me dijeron que ya no había más que hacer, se acabó como de un golpe la esperanza.

Un año después sucedió con Juan Benet, que era quizá el más fuerte de sus amigos de aquella larga o corta lista de los escritores españoles de la herencia de la posguerra. Un día lo vi en el Cock, adonde íbamos casi todos, él rellenaba con otros unos posavasos porosos (escribió en uno su color favorito, gris marengo) con su letra ladeada y perfecta.

Meses más tarde nos avisó de la naturaleza del mal; nunca quisimos creer que así sería el desenlace, pero muy pronto se fueron rompiendo los vasos en los que esperamos que se deposite la esperanza, y se fue Juan. Como años después se fueron personas de su quinta también, como Juan Marsé, Carmiña Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, José Saramago o, qué sé yo, Juan Carlos Onetti o Carlos Barral, a quien admirábamos no sólo por lo que hizo por la literatura sino porque fue abandonado incluso por aquellos a los que recuperó para el genio del futuro.

Esta precipitación de despedidas tiene nombres propios recientes, como el de Raúl Guerra Garrido, farmacéutico y novelista, perseguido en su país natal, y también signado por la mala suerte de ser señalado, por los que no quisieron quererlo, a un ostracismo del que no lo relevó la justicia literaria, que no siempre es poética sino más bien todo lo contrario.

En los meses que anteceden esa horrible tendencia real a la despedida tuvo en gente mucho más joven (Almudena Grandes, Javier Marías) el protagonismo que el fin da a las historias humanas. Ambos fueron despedidos con amor y desprendimiento, pues siendo distintos en su escritura, y por supuesto en su modo de ser, fueron arrancados de cuajo de un tiempo en el que aún se esperaba una contribución igual o mayor que la que ya le habían dado a la esperanza con la que fueron haciendo, desde muy jóvenes, una obra literaria que ahora prospera en la memoria, con homenajes y despedidas en las que tienen mucho que ver la admiración y las librerías.

En el caso de Almudena, supe por sus editores, y por su familia, cuál era el diagnóstico y cuál el porvenir posible de la maldad en la que el tiempo se transforma en la crueldad de la muerte. En este caso, me comuniqué con ella cuando aún no sabía de esa gravedad, y poco a poco esos buenos deseos o las noticias que le enviaba eran respondidas siempre con la alegría que permitían aun los emoticonos, hasta que el silencio preludió a lo que sucedió cuando acabó el penúltimo noviembre.

Pocos meses después empezó a circular, y a mi me llegó tarde, la noticia de que estaba grave Javier Marías, heredero, entre otros, de aquellos Hortelano y Benet de la vieja historia. Primero pensé que era una exageración, una habladuría, pero cuando ya me lo dijeron tres personas, y tres veces cada una, ya no me quedó razón para pensar que esa premonición no era parecida a la habladuría sobre un disparate, sino una sentencia dictada por la mala suerte. Viajé en este caso con papeles de su literatura, como si ese acopio fuera un homenaje y un deseo de vida.

Luego sucedió lo que tenía que ser, en uno y en otro caso, y en muchos casos distintos con personas distintas, de este sector que he transitado y de tantos otros en los que tengo afectos o noticias, y siempre me he sentido más solo y más enrabietado, pues nunca he entendido la muerte y jamás me he resignado a perder a aquellos que he tratado y de los que he aprendido.

Por así decirlo, mi mayor preocupación en la vida es la de no saber abrazar a aquellos a los que quiero y aquellos a los que he querido, y por eso hoy tenía tan presente que debía escribir de una vez por qué, desde que tengo uso razón, soy incapaz del desdén que habita en nuestro interior y que se llama olvido.