Opinión | EL OBSERVATORIO
Desinformación, polarización y violencia política
Estas estrategias nos deberían preocupar y ocupar a todos quienes nos consideramos demócratas, no solo porque pone en cuestión la democracia, sino porque auguran otros males
Hace más de 20 años, el sociólogo, economista y exministro Manuel Castells empezaba a subrayar en sus brillantes análisis sobre la sociedad de la información el peso y rol central de internet en nuestra sociedad. Castells afirma: "Internet es el tejido de nuestras vidas". Desde sus primeras publicaciones hasta hoy, esta teoría solo ha hecho más que confirmarse e internet se ha convertido en una de las herramientas más poderosas para influir en nuestra forma de consumo, de relacionarnos y, lo que es más relevante, en el vehículo frecuente para informarnos y configurar nuestras opiniones. Así, hace más de 20 años, internet emergía como la posibilidad de hacer más trasparentes nuestras instituciones, acercar a los representantes y representados, posibilitar la escucha y la interacción y mejorar la calidad de la democracia.
Siendo esto en parte hoy así, lo cierto es que junto a esta evolución hemos asistido a otros usos, destacando la capacidad de consumir solo aquello que es coherente con nuestras ideas y de promover con extrema rapidez información, muchas veces falsa y manipulada, que apenas se contrasta. De este modo, asistimos a una importante paradoja, el momento de la historia con más información disponible a nuestro alcance es al mismo tiempo la época con mayor capacidad de desinformación, generación de bulos, hostigamiento y polarización.
La desinformación no es algo nuevo, pero su peso en nuestra sociedad actual reta el funcionamiento óptimo de nuestras democracias y a nuestros sistemas electorales. Muchos, especialmente muchas, hemos sido víctimas de bulos permanentes que perduran en las redes con total impunidad, y con escasa capacidad de luchar contra ello o eliminar su huella. Es más, su peso hoy en términos a los que se refería Castells determina "esa constante interacción y lucha en torno a quien controla información y cómo se permite o no y para quién y de qué manera, siendo esa la clave del poder". Tanto que fenómenos como la primavera árabe, el Brexit, la victoria de Trump o el auge de la extrema derecha en todo el mundo no podrían haberse producido sin tener en cuenta este factor.
España, según diferentes estudios, es un país donde la ciudadanía sigue informándose sobre todo a través de medios de comunicación, especialmente la televisión, pero el consumo de información a través de las redes es cada vez más importante, y a su vez, la capacidad y hábito de contrastar esa información, cada vez es menor. De hecho, un estudio sobre fake news de la Universidad Complutense revela que aunque el 60% de españoles afirma ser capaz de reconocer noticias falsas, solo el 14% es efectivamente capaz de detectarlas. En este contexto, la capacidad de proyectar bulos y generar desinformación es muy grande, convirtiéndose en un arma muy poderosa para quienes pretender negar los hechos basados en la evidencia científica, aumentar la polarización, fomentar la cultura del odio o disparar expectativas electorales.
Así, la extrema derecha ha encontrado en estas estrategias una poderosa herramienta para sus objetivos perfectamente acompasada con sus intervenciones en las instituciones, ahora que forman parte de ellas. Es en este caldo de cultivo donde anida extraordinariamente la violencia política. Esa violencia ejercida especialmente contra las mujeres en todo el mundo, una violencia que se ejerce a través de diferentes instrumentos, que, como recuerdan diferentes expertas, "tienden a reproducir estereotipos de género referidos a la mujer en su vida política mediante el énfasis de su vida privada; su rol como madre, esposa; su apariencia física, vestimenta, sexualización y despolitización". Con esto se consigue que las mujeres seamos juzgadas y evaluadas respecto a nuestra relación con otros hombres, específicamente sobre la base de su trayectoria y desempeño político.
Les puedo asegurar que este fenómeno no es nuevo, pero lo estamos viviendo con especial virulencia estos días; dos primeras ministras, con excelente valoración en la gestión de respuesta a la pandemia, por ejemplo, que son preguntadas por un periodista acerca de si el motivo de sus encuentros de Estado es la edad y afinidad de género y no los más que evidentes intereses políticos, económicos y comerciales entre ambos países, o los intolerantes ataques de la extrema derecha a la ministra de Igualdad en la sede de la soberanía popular en España con total impunidad. Los numerosos casos sobre violencia política ejercidos en los últimos años son el rostro más crudo de esas estrategias de poder en la sociedad que hoy vivimos. Este hecho nos debería preocupar y ocupar especialmente a todos quienes nos consideramos demócratas, no solo porque pone en cuestión los principios más básicos de la democracia, sino porque auguran otros males. Quizás deberíamos empezar mirando a Finlandia, donde a pesar de sus políticas de igualdad, aún juzgan distinto a su máxima mandataria por ser mujer, pero donde al menos han empezado a tomar conciencia y aprender en la escuela a discernir entre una información veraz y una falsa.
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