Opinión | LEYES

Despreciar la técnica jurídica

Un gobierno responsable habría debido avisar de que la revisión de condenas era un efecto necesario de las nuevas definiciones de penas

La ministra de Igualdad, Irene Montero.

La ministra de Igualdad, Irene Montero.

Cuando no se habían apagado los ecos de la gran manifestación de Madrid, y cuando todavía manteníamos la emoción de escuchar el canto a la libertad de Labordeta, cuando reconocíamos la sobria inteligencia de quien había grabado el grueso de la manifestación en la plaza de Cibeles con una bandera española en primer plano, y cuando deseábamos escuchar lo que tendría que decir la Administración madrileña sobre el inequívoco sentir popular; y sobre todo, cuando teníamos la satisfacción de percibir que Díaz Ayusoestaba realmente con el pie cambiado, al responder de forma completamente inadecuada a Mónica García, acusándola de agitadora y de ultraizquierdista, todo se olvidó de repente y lo que era un frente político entregado a una causa justa desapareció de la agenda por arte de magia.

En su lugar emergió la polémica más estéril de cuantas hemos visto en los últimos tiempos, la de la reducción de condenas por delitos en el ámbito de la Ley de Garantía de Libertad Sexual. Su único beneficio es avisar al legislador sobre la revisión del delito de malversación. Tan sorprendente es este barullo, que hace olvidar la gran manifestación madrileña, que merece una reflexión política. Pues muestra cómo un problema sentido por el grueso de la población, la sanidad pública, cuya solución implicaría un cambio progresista en las políticas del Estado, resulta abandonado en favor de un rifirrafe que no puede impulsar política progresista alguna, sino promover su desprestigio, junto con el de los actores que hoy por hoy son insustituibles en la defensa de puntos de vista progresistas.

La verdad es que el polvo de la reducción de condenas ha sepultado el buen momento para las fuerzas que apoyan al Gobierno. La catástrofe que se anunciaba para el otoño no ha llegado, ni en el mercado de trabajo ni en el campo de la inflación. Los anuncios positivos, como la fábrica de baterías de la Volkswagen o la posibilidad de que Samsung instale una de microchips, mejoran expectativas que quizá permitan evadir la recesión. Las dificultades de Gran Bretaña, un paradigma del neoliberalismo, obligan a subir los impuestos del país, erosionando otro flanco de la ideología dominante, mientras los contrastes entre Feijoo y Ayuso pasan factura a las expectativas del PP, por no mencionar el revés de Trump en las elecciones de medio mandato de USA.

Cuando todo esto se concita, la lamentable reducción de condenas de algunos condenados se aborda con una carencia total de prudencia que no solo no beneficia a las víctimas, sino que abre un debate estéril. ¿A quién puede beneficiar esta forma de hacer política? Como decía en un hilo de Twitter Clara Serra, nadie aprobó la ley de Garantías de la Libertad Sexual para aumentar las penas de los condenados. Proteger a las mujeres no es sinónimo de endurecer las penas. Eso lo asumía en su día la ministra Irene Montero en los debates que llevaron a presentar la ley. Cuando se examinan los casos de reducción de condena, se comprueba que muchos de los magistrados que las han firmado presentan un firme compromiso con una judicatura democrática. Si han reducido condenas es porque el espíritu y la letra de la ley así lo imponen en la mayoría de los casos. Si hay algún caso escandaloso -y lo hay- no manifiesta una proporción mayor a las sentencias que en otro tiempo nos escandalizaron. Como la sociedad, la judicatura no es homogénea y negar que hay jueces de ideología afín a VOX resulta tan insensato como afirmarlo de todos.

Un gobierno responsable habría debido avisar de que la revisión de condenas era un efecto necesario de las nuevas definiciones de penas. Ninguna disposición transitoria podía neutralizar una exigencia constitucional de retroactividad y una ciudadanía madura debería asumir que el endurecimiento de las penas es la más primitiva señal civilizatoria. Hay que aceptar las consecuencias negativas de los avances legislativos siempre que sean menores que los beneficios para la sociedad. Y si hay sentencias escandalosas, la fiscalía y los dispositivos de garantías deberán entrar en acción con rapidez. Por supuesto, las turbulencias del Consejo General del Poder Judicial, que afectan a esa minoría de jueces politizados en contacto con sus jefes políticos, no ayudan a calmar los ánimos en estas crisis, ni expanden ese prestigio que inclinan al respeto en los casos dudosos.

Escapar a estos escollos es el deber de un político maduro. Emprender una cruzada contra un poder del Estado, y acusar a la judicatura de machista, no parece el medio para inducir a ese Estado hacia un mejor servicio a la ciudadanía. Claro que hay que contener la virulencia de la lucha entre los diversos sectores del feminismo, tanto como evitar el victimismo como resorte para mejorar expectativas electorales. Pero sobre todo urge evitar el reflejo autoritario que encierra aquella frase con la que se replicó a los avisos: «Las cuestiones técnicas son el arma de machistas disfrazados».

El derecho es la técnica básica de gobierno. Despreciar las cuestiones técnicas es despreciar el derecho y el gobierno democrático. Y eso tiene consecuencias que no se pueden lanzar contra los que tienen que aplicarlo. Lo que encierra aquella frase es que quien no piense como yo es un machista. Ese victimismo autoritario genera una lógica repulsa entre la mayoría de la ciudadanía y no produce rédito electoral alguno a las fuerzas progresistas. Y este es el momento de sumar.