Opinión | ARENAS MOVEDIZAS

Petróleo sobre lienzo

Los atentados contra obras de arte en nombre de la lucha climática ya han logrado el efecto contrario al perseguido: la antipatía contra los activistas y cierto alejamiento social hacia la causa

Acción protesta contra 'Los Girasoles' de Van Gogh.

Acción protesta contra 'Los Girasoles' de Van Gogh.

Una lata de sopa contra ‘Los girasoles’ de Van Gogh; puré de patata sobre un cuadro de Monet; una torta arrojada al enigmático rostro de ‘La Gioconda’; dos manos adheridas con pegamento sobre una obra de Picasso; un tartazo estampado en el rostro de cera de Carlos III en el Museo de Madame Tussauds. Son solo algunos ejemplos del nuevo y extraño activismo climático que se cobra sobre reconocidas obras de arte las acciones cometidas por la nueva muchachada del ecologismo, que probablemente jamás haya visto un oleoducto más allá de la pantalla del móvil.

Por su dudoso apego a la pintura, es posible que tampoco hayan apreciado demasiado la paz de los museos, donde el arte y la historia reflejan a menudo las muchas patrañas que el ser humano ha cometido en nombre de tantas causas. Pero también entra dentro de lo posible, y esto les exculpa en parte, que los múltiples vértices del ninguneo a los que les somete habitualmente el ‘establishment’ hayan colmado el vaso de su paciencia. Son gente joven, concienciada, de los que se creyeron aquel sueño de la igualdad de oportunidades, que han encontrado en el activismo climático un motivo para luchar por un motivo justo. Tú no me haces caso, no me das empleo, no puedo pagar un alquiler, te cargas el planeta, etcétera, pues yo te jodo un cuadro, el quid pro quo más surrealista de la historia después de Dalí. Todo ello en nombre de la lucha contra proyectos petrolíferos y gasísticos, contra el calentamiento global, llamadas de atención sobre el colapso climático, protestas contra la escasez de agua o un nuevo aviso sobre los peligros de destrucción de la Tierra. Acabáramos. Octubre se come el otoño entre olas ininterrumpidas de calor y lo pagamos a base de puré de patata como arma de destrucción masiva.

El ecologismo representa una de las luchas sociales más justas de nuestra civilización. La preservación del planeta, la Amazonia o la capa de ozono eran cuestiones por completo ajenas al debate ciudadano hasta el último cuarto del siglo XX. Lo más parecido a la reivindicación ecologista de las décadas de 1960 y 1970 fueron algunas proclamas del Mayo francés y los hippies de California, cuyo discurso sobre la naturaleza se entreveraba difuminado entre una neblina de humo blanco y la fiesta lisérgica. Los fondos marinos se iban llenando de electrodomésticos en fase de desguace porque el mar todo lo cubre y aquí paz, y después gloria. Los partidos verdes de Centroeuropa y organizaciones como Greenpeace comenzaron a dar la voz de alarma, con golpes de efecto inéditos hasta entonces. Así, supimos que un bote de desodorante podía ser considerado un arma destructiva y simpatizamos con Greenpeace a medida que sus barcos se interponían entre las ballenas y los arpones de los barcos japoneses. Se cambiaron conciencias y leyes.

A muchas de esas actuaciones debemos hoy una mentalidad ecológica muy superior a la de nuestros padres. Abrazamos aquellas causas porque nos convencieron, de tal modo que miramos la composición del desodorante antes de meterlo en la bolsa de la compra porque una gran mayoría de la población entró ya concienciada al siglo XXI.

Sin embargo, no parece igual de proporcional interponerse ante un ballenero que soltarle un tartazo a la Mona Lisa, salvar un cetáceo que aplaudir el atentado a un Picasso. Con gestos de este cariz, cada vez más frecuentes, dudo que la causa climática de los nuevos activistas sume nuevas adhesiones. Más bien su antónimo. Los atentados contra obras de arte en nombre de la lucha climática ya han logrado el efecto contrario al perseguido: la antipatía contra los activistas y cierto alejamiento social hacia la causa, que encuentra una estridencia ese tipo de actuaciones. Por mucho que cuelgue de las paredes del Louvre, es ‘nuestro’ cuadro, es ‘nuestro’ museo, y nada justifica agregar un Van Gogh a una guarnición de puré, ni siquiera una crisis energética motivada por la política belicista de Putin. Se trata de petróleo, no de óleo.

El auténtico golpe de efecto, más allá de las figuras de cera de Madame Tussauds o de las pomposas salas del Louvre, se produciría en el caso de que esa nueva clase de activistas capaz de franquear las medidas de seguridad de un museo y colar una lata de sopa de tomate, tomara la decisión de bañar en salsa la ‘Madonna Litta’ de Da Vinci o ‘El almuerzo’ de Diego Velázquez. Ambos cuelgan majestuosos de las paredes del Hermitage, una de las grandes pinacotecas del mundo, la primera de Rusia, en el mismo corazón de San Petersburgo, donde hace 70 años nació un tal Vladimir Putin.