Opinión | ECONOMÍA
El impuesto de patrimonio, a debate
Un horizonte de crisis, sumado a un contexto de tipos de interés altos, obliga a las economías a pensar seriamente en cuál es la política fiscal adecuada
El deber de asegurar los ingresos de las Administraciones públicas para hacer frente a las necesidades de gasto en un horizonte de crisis y en un contexto de tipos altos que penaliza el endeudamiento y hacerlo sin ahogar la actividad económica y la renta disponible de las familias, ha situado a todas las economías desarrolladas ante un debate difícil: ¿cuál debe ser su política fiscal?
Las soluciones de un thatcherismo irreflexivo, con promesas de reducción de impuestos a las rentas más altas sin compromisos de control de gasto y fiándolo todo a un hipotético crecimiento generado por estas medidas, han topado bruscamente con la realidad en el Reino Unido. Los mercados no han comprado ese discurso. Autoridades económicas ortodoxas como el FMI -e incluso los que se perfilan como nuevos responsables de pilotar la economía británica desde el Partido Conservador- advierten de la necesidad de subir algunos impuestos o lograr que las grandes fortunas no se evadan de sus obligaciones fiscales.
Pero este principio general, igual que ha sucedido con la receta fallida de la ex premier británica Liz Truss, puede aplicarse también de forma irreflexiva, imprudente o ineficiente. Este es probablemente el caso de la tentación vigente en España de poner el foco de este debate en el impuesto de patrimonio, aunque sea bajo la forma del "impuesto de solidaridad" que va poco más allá de ser una fórmula de armonización del actual gravamen sobre el patrimonio que neutralice las iniciativas de las comunidades gobernadas por el PP.
La ineficiencia e inequidad de esta fórmula impositiva queda evidenciada en los términos del debate que mantienen los expertos. El único consenso es que en su formulación actual es inadecuada, y las posiciones oscilan entre la necesidad de reformarlo y las propuestas de pura y simple eliminación. La supresión de este impuesto en todos los países de nuestro entorno, a excepción de Noruega y Suiza, es un indicador a tener en cuenta.
La doble imposición -ya se gravaron las rentas que permitieron acumular el patrimonio- y sus efectos disuasorios sobre el ahorro ha cuestionado esta fórmula en muchos países. En el caso español las ineficiencias son más. La inequidad lo es tanto desde el punto de vista territorial como de niveles de renta: quienes pagan son los contribuyentes de rentas medias y altas que ni pueden escapar al radar de Hacienda ni refugiarse en paraísos fiscales.
El impuesto sobre el patrimonio no tiene nada que ver con un impuesto a las grandes fortunas: que entre los contribuyentes solo haya 724 que declaran más de 30 millones de euros prueba que recae sobre algunas grandes fortunas y, eso sí, sobre la mayor parte de las clases medias más acomodadas.
La reforma fiscal que se requiere incluye sin duda aliviar la presión fiscal sobre las economías familiares y empresariales más asfixiadas -con fórmulas de deflactación que ajusten el IRPF a la inflación- y buscar nuevos ingresos fiscales en ese 25% de la economía española que se mueve en la sombra o bajo el sol de otras latitudes. Nadie ha dicho que sea sencillo, pero tampoco que las soluciones más simples y más fácilmente defendibles en el debate público sean las más eficaces.
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