Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Antonio Muñoz Molina, autobiografía de la democracia

Esa naturalidad con la que hoy editores españoles o hispanoamericanos se encuentran en la capital mundial del intercambio es consecuencia de aquella vitalidad con la que, desde principios de los años 80, España afrontó un porvenir que incluye la ausencia de pasaportes para ir por esos mundos

El escritor Antonio Muñoz Molina en la Feria de Fráncfort

El escritor Antonio Muñoz Molina en la Feria de Fráncfort / EFE/EPA/SASCHA STEINBACH

En el mundo sin espejos que es la Feria del Libro de Fráncfort, uno de los mejores escritores de la lengua española, Antonio Muñoz Molina, pronunció en público el pasado martes una autobiografía de la democracia española. Él nació en 1956, hizo el cuartel (lo cuenta en Ardor guerrero) cuando aún la metralla era patrimonio de la dictadura, y a partir de esos veinte años que ya lo hicieron ciudadano adulto no dejó de mezclar la autobiografía de un español de su edad, y de su espíritu, con su increíble don para regalarle su capacidad de hacer ficción a lo que pasaba en la calle, en las casas, en la vida. Ahora todos sus libros, escritos antes y después que la naturaleza de su prosa mereciera (en 1995) su entrada en la Academia de la Lengua, sirven para hacer la sociología, y la psicología, de un país que, como escritor, él ha contribuido a hacer mejor.

Con ese espíritu afrontó Muñoz Molina la reciente apertura española de la Feria de Fráncfort. Y lo hizo con Irene Vallejo, cuya carrera proviene de un libro singular, El infinito en un junco, y es una escritora cuyos méritos también civiles se van acompasando con la que fue siendo la trayectoria del autor de Úbeda, comprometido con la explicación de la importancia que tiene la lengua en la educación pública de un país que fue descuidado e indómito al respecto.

En el caso del artista granadino, esa pasión por la combinación de la educación pública y la lectura le nació viviendo en un lugar que, arrasado por las guerras del pasado, por la necesidad y por la lejanía, estaba a decenios del porvenir que más o menos ya estaban teniendo las ciudades. En cuanto despertó a la sintaxis, este país empezaba a ser otro, y cuando publicó Beatus Ille, la novela que le avaló Pere Gimferrer para Seix Barral, ya el franquismo empezaba a ser una nostalgia de la ralea de los que aún hoy siguen teniéndolo como un benefactor cuartelero.

Él lo dijo en Fráncfort: “Los escritores que ahora rondamos los sesenta y tantos y los setenta años fuimos los jóvenes que llegamos al oficio de la literatura al mismo tiempo que nuestro pías llegaba a la democracia”.

Esa señal sobre la tierra que antes había sido regada por una sangre que ha costado arrancar del alma del país marcó el juicio que este tiempo europeo le merece al autor de Sefarad. Aquel “mundo entero” que había por contar se encontró, en el espíritu europeo de la época, con “una nueva comunidad de lectores que se interesó ávidamente por nuestros libros”. Fráncfort fue, en esa época de iniciación de la literatura española al campo abierto de Europa, el lugar en el que “editores internacionales y públicos de otros idiomas” ayudaron a ensanchar “el ámbito de nuestra literatura”. Esa naturalidad con la que hoy editores españoles o hispanoamericanos (¿para cuándo una asistencia conjunta a Fráncfort, o a donde sea, de las literaturas comunes del español?) se encuentran en la capital mundial del intercambio es consecuencia de aquella vitalidad con la que, desde principios de los años 80, España afrontó un porvenir que incluye la ausencia de pasaportes para ir por esos mundos.

Muñoz Molina atribuye a la literatura el éxito de la excursión que iniciaron a la vez la liberación política y la vitalidad de la cultura por una Europa en la que ahora nada de lo nuestro es extraño”

Hablando del mundo propio, Muñoz Molina atribuye a la literatura el éxito de la excursión que iniciaron a la vez la liberación política y la vitalidad de la cultura por una Europa en la que ahora nada de lo nuestro es extraño. La metáfora acompaña a la realidad: “Fuimos”, dijo, “casi los primeros escritores españoles que no padecían otros límites que a los que cada uno le impusiera su propio talento”.

La diferencia con el tiempo actual se puede encontrar también en detalles que tienen que ver con el pasado de la educación: ahora la lengua española no es una invitada muda, porque ya casi todo el mundo de la época de Muñoz Molina (y de Irene Vallejo) domina el inglés, que es como la patria común de Europa (a pesar del Brexit). Y en ese inglés común se hacen la mayor parte de las transacciones cuyo impulso estatal este año ha conseguido cerca de quinientas traducciones de obra española.

Un fenómeno capital en la feria, con respecto a la primera incursión española, en 1991, ha sido para Muñoz Molina “la irrupción de las mujeres”. Han sido las que más han leído, “y ahora empiezan a tener la presencia que les corresponde en los catálogos editoriales y en el ecosistema general de la literatura”. Esa mezcla, que en la feria se advierte también en la minuciosa elaboración de las mesas de diálogos, donde ya es imposible (imposible) encontrar la primacía masculina de tiempos aun recientes, contribuye a un cambio que el académico subrayó así: “No hay mayor diversidad que la surgida de la imaginación libre, del ejercicio soberano de la observación, la invención, el recuerdo, la diatriba”.

Él no sabe, dijo, si la literatura española es mejor o peor que hace treinta años, “y ni siquiera si es más libre. Lo que sí sé”, continuó, “y celebro sin reserva, es que es mucho más variada y plural, en todos los sentidos”. Contribuye, sin duda, la presencia extranjera asimilada en España de tal manera que, mientras que en 1991, aquí “había poco más de 300.000 extranjeros residentes en España”, a fecha de hoy con 7.200.000”, provenientes de América Latina, de Marruecos, de China, del Este de Europa…

Lo que sucede no es tan solo literario. Muñoz Molina que, en otros tiempos, como Ganivet o Unamuno —entre otros intelectuales cuyo desgarro provenía de los sucesivos dramas españoles—, también mostró su pesadumbre por las falencias de un país que se estaba haciendo, esta vez expresó un entusiasmo europeo que basa su futuro en la educación. “Serán los hijos y las hijas de los inmigrantes los que impulsen una nueva edad de la literatura española. Eso ya está sucediendo en toda Europa, y es uno de los mejores antídotos contra los viejos fantasmas europeos del nacionalismo y la xenofobia. Educación pública y justicia social son las condiciones necesarias para que no se malogre el talento”.

Se fue a Stuttgart, a hablar de Tus pasos en la escalera (Seix Barral), su libro de 2019, ahora trasladado al alemán, acaso uno de sus más bellos, de una ternura enorme, como el sonido de su título. Me dio el discurso, que le pedí; este periodista quería trasladar al público que lea esta crónica el entusiasmo actual de un artista que siempre pulsó, con la expresión de su ánimo, los momentos que ha vivido su país, los muy malos, los malos y estos de ahora. Subrayé luego mucho de lo que ha sido transcrito, y quiero que el final de esta evocación de su discurso sea también con las palabras que dijo él como colofón: “Mi oficio de escritor, mi vida misma, son inseparables de mi condición de ciudadano libre de España y de Europa. En estos tiempos tan inciertos, y tan poblados de incertidumbres, temores y amenazas, casi la única certeza que podemos tener es el ejercicio de nuestro trabajo, y el compromiso cotidiano con los valores civiles en los que se sostiene”.